Aunque el cuerpo principal de publicación de El Péndulo tuvo formalmente 15 números (1981-1987), lo cierto es que hay otras 19 publicaciones que son también El Péndulo: dos pioneras bajo el título de Suplemento de Humor y Ciencia Ficción en junio y julio de 1979, los cuatro números de la primera etapa de El Péndulo entre octubre y diciembre de 1979 (estas con formato revista-revista), los dos números de El Péndulo Libros (1990-91, con un formato idéntico al de la revista previa)… Y también, obviamente, aunque no se reconozca en ninguna parte, los once números de la segunda etapa de Minotauro, entre 1983 y 1986, años en los que no se publicó El Péndulo.
El denominador común de todos ellos es la dirección de Marcial Souto. En el caso de El Péndulo, nominalmente bajo las órdenes de Andrés Cascioli, humorista y editor al mando de Ediciones de La Urraca. Todas estas revistas cuentan con el mismo esquema, tienen los mismos colaboradores, traducen prácticamente a los mismos autores y alcanzan similares cotas de calidad, más allá del brillo de algún contenido puntual. En su conjunto, esos 34 números forman el mejor exponente de las revistas de ciencia ficción en castellano; Nueva Dimensión fue más longeva e influyente, estoy orgulloso de muchas de las cosas que conseguí en mis siete años en Gigamesh, pero El Péndulo es, simplemente, mejor por término medio, una calificación de 7 mínimo, siempre.
Pensaba que tenía todos los ejemplares (salvo los dos primeros como Suplemento) leídos, pero recientemente me di cuenta de dos cosas: que no tengo el número 11 de Minotauro (que, de hecho, no sabía ni que existía), y que no me había leído el número 5 de El Péndulo. La razón es que en su momento, en los lejanos noventa, cuando atesoré estas revistas, el ejemplar que me compré tenía un cuadernillo en blanco. Hay ocho páginas que no están impresas, afectando nada menos que a un cuento de R.A. Lafferty y un artículo de Pablo Capanna. Busqué reponer el ejemplar durante algún tiempo, pero terminé por olvidar el asunto supongo que en algún momento de mi mudanza de vuelta de Barcelona a Madrid.
Sin embargo, recordé al instante ese número 5 pendiente cuando nuestro imprescindible José Faraldo me informó de la existencia de ejemplares en pdf de montones de revistas argentinas en la web www.ahira.com.ar. Ahí es posible encontrar no sólo El Péndulo, sino la primera etapa de Minotauro de los años 60, la mítica Más Allá de los cincuenta (incluyendo los tres números que nunca he conseguido encontrar: no tardará en caer alguno por aquí), así como otras publicaciones del género aparecidas en Argentina. Para quienes tengan un muy razonable escrúpulo respecto a las copias digitales de origen incierto, decir que esta web está impulsada por el Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. El hecho de que no estén ahí todas las revistas de cf argentinas (no están Pársec o la segunda Minotauro), me viene a confirmar que sólo han recogido aquellas que, por algún motivo, puedan ser reproducidas de forma legal. En la web puede encontrarse también un agradable articulito sobre la historia de la publicación a cargo de Soledad Quereilhac, una de las investigadoras del Instituto Ravignani.
Así que al fin pude hincar el diente al número 5 al completo, si bien rememoré también que había leído antes algún contenido suelto. Atención a la alineación que nos presenta Souto en esta ocasión: cuentos de Gene Wolfe, Thomas Disch, Robert Silverberg, R.A. Lafferty, Norman Spinrad, Carlos Gardini y David Bunch; artículos de Pablo Capanna, John Sladek, Damon Knight, Alfed Bester, Joanna Russ y Elvio Gandolfo; un cómic de Jacques Tardi. Supongo que a mucho lector actual estos nombres le sonarán poco, pero a mi juicio ahí sólo faltan Roger Federer, «Mágico» González y Michael Jordan para formar un equipo imbatible. Así se las gastaba El Péndulo. (Alguna señora más tampoco habría estado mal, pero no cabe acusar de machismo a una revista en la que aparecieron regularmente tanto las locales Angélica Gorodischer, Ana María Shua, Cristina Siscar o Luisa Axpe, como las anglosajonas Ursula Le Guin, Doris Piserchia o James Tiptree Jr.).
Como ya mencioné hace unos meses hablando de Minotauro, la revista se abre con Elvio Gandolfo comentando lo que le viene en gana en su sección Polvo de Estrellas. Aquí recoge unas vivencias infantiles de Frederick Pohl como niño pobre de la depresión, un textito de Alfred Bester explicando por qué los estadounidenses son «ignorantes sofisticados», otro de Joanna Russ sobre la crítica literaria, un par de curiosidades históricas o una reseña de la desafortunadamente olvidada El circo del doctor Lao, de Charles G. Finney, entre otras cosas. Luego Aníbal Vinelli firma su habitual sección atinada de cine, en este caso glosando pros y contras de En busca del arca perdida.
No sorprenderá a nadie que, de los ensayos, el mejor sea el de Pablo Capanna. Un extenso análisis sobre la obra relacionada con el fantástico del alemán Ernst Jünger, en particular Sobre los acantilados de mármol (1939), Heliópolis (1949) y Eumeswil (1977), que por entonces acababa de traducir por primera vez al castellano Seix Barral. La figura de Jünger, un nacionalista anarcoconservador con una relación compleja con el nazismo, resulta controvertida, pero Capanna la disecciona aquí con su habitual maestría. Es llamativo que esta sea prácticamente la única vez que se ha tratado en nuestro idioma la relación de un autor tan importante con el género; la otra es en un opúsculo de otro ensayista de tan fino olfato como Augusto Uribe.
Personalmente, me gustó bastante Sobre los acantilados de mármol, que es cortita y me recordó mucho a otras dos novelas de difícil clasificación como El desierto de los tártaros de Dino Buzzati y Esperando a los bárbaros de J. M. Coetzee, con el añadido de la valentía del autor para publicar esa denuncia del totalitarismo en la Alemania de 1939. En cambio, Eumeswil se me hizo pesada, me pareció ideológicamente más discutible (incluso con algún aroma randiano…), y me recordó la frustrante experiencia de otra distopía de un grande de la literatura alemana, El juego de los abalorios de Hermann Hesse. También Eumeswil me remite a Hesse porque su protagonista es un lobo estepario… Por ello nunca lo he intentado con Heliópolis, aunque este texto de Capanna tiene, como siempre en él, la virtud de los buenos ensayos: animar a la lectura.
Este número 5 de El Péndulo incluye también la tercera de las ocho entregas en que se dividió Los nuevos apócrifos, un libro de John Sladek sobre el universo cuartomilenario ikerjiménico, que entonces en España era masallaista y jimenezdelosista. Es uno de los contenidos que ya conocía, porque me leí las ocho entregas del tirón: reconozco que siempre me ha gustado hacer risas a costa de los iluminados, quizá por mi complejo de inferioridad ante quienes han sido capaces de rasgar ese velo que nos tiene cegados a los simples creyentes en la ciencia y la razón.
En este caso, Sladek se ocupa de las medicinas alternativas y las dietas milagro. Es curioso cómo algunas de estas mamarrachadas siguen campando a sus anchas mientras otras han quedado totalmente olvidadas pese al protagonismo que tuvieron en su momento. Un ejemplo es la dieta macrobiótica, que a finales del siglo pasado era omnipresente pero de la que no ha quedado mucho rastro, que yo haya visto. Es posible que sea porque, además de atribuir a cada alimento, de forma difícil de entender, la condición de «ying» o «yang», insistía en el consumo a mansalva de cereales, hoy caídos en desgracia. Otro caso es el de los ejercicios oculares para terminar con problemas de miopía, que incluso llevó a cabo con reiterada frecuencia y nulo éxito Aldous Huxley. O el de la relación atribuida al consumo de azúcar y la criminalidad: HITLER COMÍA MUCHAS CHUCHES.
También es curiosa la generalizada obsesión de las terapias de esa época con el estreñimiento («constipación» en esta traducción argentina), causante de incontables males sin duda. Pero hoy, salvo Gwyneth Paltrow y sus enemas de café, lo de meterse cosas por el culo con propósitos curativos parece haber perdido muchísima popularidad, por lo que sea.
En cambio, ya estaban ahí gente que uno pensaría que estaban aún de moda hace cincuenta años, como los antivacunas y los homeópatas. Sladek da ya por entonces los argumentos bien conocidos en contra de estos últimos, como que consideran una disolución óptima la de una unidad del principio activo en 1060 de agua, es decir, el equivalente a dejar caer un milmillonésimo de una gota de medicina en un océano que comprendiera todos los sistemas solares de todas las galaxias conocidas. Ese tipo de argumentos no han funcionado en todo este tiempo, pero igual el coronavirus sí trae alguna consecuencia positiva.
Sladek incluye una tabla comparativa sobre la medicina ortodoxa y la medicina «marginal» que justifica el éxito de esta, y es de incuestionable vigencia. La reproduzco de forma resumida
La parte de ensayos incluye también dos paginitas de Damon Knight sobre el uso del subconsciente para la creatividad, que debió dar como clase en sus seminarios de Clarion. Se les olvidó incluirlo en el índice del número, pero tampoco es muy de extrañar porque es un poco una parida.
En los relatos, se abre y se cierra a lo grande, y lo de entremedias es más irregular. Empezamos con «Casablanca», de Thomas M. Disch, que fue publicado casi de forma simultánea en el número 126 de Nueva Dimensión. Fue uno de los primeros acercamientos de Disch a esa extraña forma de terror cotidiano, una actualización de Kafka que luego refinaría hasta sus novelas de los ochenta y noventa, El ejecutivo, Doctor en medicina y El cura. Aquí, una pareja de maduros turistas estadounidenses se quedan varados en la ciudad del título mientras en su país parece haberse producido una hecatombe nuclear. Su pertinaz incomprensión de las nuevas circunstancias y su adaptación desesperada consiguen que Disch transmita por ellos simultáneamente empatía y desagrado, ternura y crueldad. Una exhibición del que quizá sea el autor más olvidado entre los MUY grandes del género.
«Los escaladores» supone un capítulo más en mi progresivo desencuentro con R.A. Lafferty. Últimamente casi todo lo que leo suyo me deja bastante indiferente, aunque es cierto que no he vuelto a ninguno de sus relatos top y mantengo un recuerdo excelente de «Lenta noche de martes», «La maldición de Eurema» o «Valle estrecho». Esta historia da cuenta de los diferentes personajes que dejan grabados mensajes en una roca del desierto, desde un pasado mítico hasta el futuro. La idea es curiosa pero el cuento no pasa de ahí. A ver si reúno valor y me leo Fourth Mansions, su novela basada en El castillo interior de Teresa de Ávila, que ya hace falta ánimo para afrontar semejante idea. Hay gente (David Pringle, por ejemplo) que cree que es su mejor trabajo, y también unos cuantos detractores.
Ya he comentado que se me hace difícil leer cuentos de gente que he conocido y me cayó mal, como en este caso Norman Spinrad. «Un objeto bello» quedó finalista del Nebula, y se lee con agrado, pero suena a terriblemente visto: alguien de fuera que visita en el futuro monumentos actuales y los mira como simpáticas menudencias camp. Admito que es muy posible que en su momento (se publicó hace casi cincuenta años) la idea resultara más chocante, en particular porque el turista es un potentado japonés paseándose por unos decadentes Estados Unidos. Además, la conclusión es un chiste supongo que de consumo interno gringo. Como curiosidad, mencionar que se publicó originalmente en Analog: por alguna razón que se me escapa, Spinrad fue el único autor de la new wave que le cayó en gracia a John Campbell. O viceversa.
Carlos Gardini aporta un breve relato, «Fases», lejos de su mejor forma, pero que no es lo peor del número porque luego viene David R. Bunch. Sí, el de Moderan, con un relato de Moderan. ¿Saben aquello de la gente poco leída que cuando no entiende un texto literario piensa que hay una conspiración de snobs para decir que es bueno algo que no tiene sentido? Bien, eso es lo que me pasa a mí con Bunch. Uno de esos autores de culto que alcanzan ese estatus sobre todo por su incapacidad para escribir algo con calidad suficiente para dejar de serlo. Lo único bueno que puedo decir de él es que sus repetitivas majaderías sobre un distópico futuro robótico son cortas. Esta se titula «El andante-parlante hombre-sin-pena», lo que es en sí mismo un excelente testimonio de su estilo pseudopoético. Habría más Bunch en sucesivos números de la revista. Jeff Vandermeer se ha dedicado a reivindicarle últimamente, lo que a mi juicio es algo así como la última piedra en su lápida.
Robert Silverberg tira de oficio para sacar adelante «Apuntes sobre la era predinástica», un cuento poco distinguido dentro de la etapa en la que el neoyorquino se encontraba en absoluto estado de gracia. El tema es viejo (hasta lo usó Edgar Allan Poe), los confusos recuerdos sobre nuestra época desde un futuro lejano, pero Silverberg le saca ocasional punta y yo agradezco mucho conocer un cuento suyo que se me había escapado hasta ahora. Por si alguien no lo sabe, siempre he sido muy fan, y él si que es uno de esos escritores que crecen para uno cuando les trata en persona. Ya escribiré algo al respecto de todo ello en algún otro momento; sólo diré (por enésima vez) que si hay un autor del género que merecería tener una mayor repercusión fuera de él es este maestro. Al menos, a diferencia de Disch, siempre lo ha tenido dentro de él. A ver si de una vez se adapta alguno de sus trabajos a formato audiovisual (hace tiempo se daba por segura una serie sobre Estación de Hawksbill) y el maestro vuelve a las librerías.
Y el broche de oro lo pone otro grande, Gene Wolfe, con «La isla del doctor Muerte y otras historias», un relato sensible y hermoso sobre un niño en familia desestructurada que escapa de su entorno gracias a las historias pulperas. El inicio de la carrera de Wolfe fue verdaderamente fabuloso: «Siete noches americanas», La quinta cabeza de Cerbero, Paz, «How the Whip Came Back», la extraordinaria antología Especies en peligro… (Y cómo olvidar que diseñara la máquina de las patatas Pringles). Este cuento es quizá el pistoletazo de salida de una década grandiosa para Wolfe.
Sin embargo, en su posterior consagración como el gran autor del fantástico estadounidense del final del siglo XX, cimentada en esa obra descomunal pero irregular que es El Libro del Sol Nuevo, mi impresión es que Wolfe terminó por caer en la metarreferencialidad y la autocomplacencia, por no decir que se volvió un poco pelma. Creo que no he terminado ninguno de sus libros posteriores a 1990.
En todo caso, también conviene aprovechar para recordar que «La isla del doctor Muerte y otras historias» fue protagonista de una de las anécdotas más recordadas en la historia de los premios de ciencia ficción. Al parecer, el autor encargado de actuar como maestro de ceremonias en el banquete de los Nebula de 1971 no pudo acudir, así que echaron mano del más desvergonzado de los asistentes: sí, nuestro querido Asimov. El Buen Doctor se puso a abrir sobres y anunció el premio para Wolfe por este cuento, el que habría de ser el primero galardón de su carrera. Sin embargo, alguien junto a Asimov le cuchicheó que había cometido un error: las opciones más votadas estaban puestas por orden en el papel, y la primera, que se había saltado, era «desierto». Lo anunciaron de inmediato y Wolfe se dio la vuelta tras dar unos pasos en dirección al estrado. Harlan Ellison, que estaba en su mesa, destaca que el que alivió la tensión del momento fue el propio Wolfe con lo que parece ser que era su caballerosidad habitual.
Un tiempo después, un amigo le dijo a Wolfe que la escena había sido tan incómoda que, si escribía un relato titulado «La muerte del doctor Isla», todo el mundo le votaría para compensarle. Y así fue: en 1975, ganó con esa novela corta su primer Nebula. En años posteriores añadió «El doctor de la isla de la Muerte», todavía inédito en España, y «Muerte del doctor de la isla», traducido en Cuentos para Algernon, que aparecieron en un librito titulado La isla del doctor Muerte y otros cuentos, y otros cuentos.
Para terminar, decir que, posiblemente debido a la presencia de Cascioli y su pertenencia a Ediciones de La Urraca, el aspecto gráfico de El Péndulo fue siempre excelente. Los ilustradores se destacaban en contraportada con la misma jerarquía que los escritores y su trabajo era indefectiblemente bueno.
Dado que el impulso que mueve estos articulitos es mi capricho, es probable que, en próximos meses, en lugar de excavar en destinos inciertos, revisite alguna otra de estas magníficas revistas.