El laberinto de la Luna, de Algis Budrys

El laberinto de la lunaEl laberinto de la Luna pertenece a uno de los subgéneros más atractivos de la ciencia ficción, al menos para mí: el de “hemos encontrado un sitio extraterrestre que ni idea de cómo va”. Más concretamente, a la línea “y, además, ojito que da calambre”. El ejemplo más conocido de esta temática es sin duda Picnic extraterrestre, la obra maestra de los Strugatski, y otras novelas memorables al respecto son Pórtico, de Frederik Pohl, o El hombre en el laberinto, de Robert Silverberg. Hay sentido de la maravilla en dosis puras tanto en el concepto de lo incognoscible de una inteligencia extraterrestre como en la ejecución del tema por parte de estos maestros.

Budrys pasó por allí antes. Esta novela es de 1960, y resulta tremendamente moderna en cuanto a su esquema y conclusión. No habrá las lamentables concesiones que Pohl llevó a cabo en las sucesivas continuaciones de Pórtico, los cada vez menos apreciables volúmenes de la Saga de los Heechees. Aquí tendremos un habitáculo extraterrestre (no un laberinto: los problemas en la traducción empiezan por el mismo título) cuyo misterio quedará abierto. Un lugar que se empeña en matar a la gente que entra en él de formas totalmente caprichosas.

El procedimiento creado por Budrys para su exploración resulta retorcido, pero está plenamente justificado por sus propósitos narrativos. En resumen, se envía allí a duplicados teleportados desde la Tierra que entran y mueren, aunque con cada acceso se consigue un nuevo avance para entender qué es lo que mata: levantar la mano izquierda por encima del hombro, doblar una esquina de espaldas o no echar a correr en un determinado momento. Acciones en su mayor parte totalmente irracionales que no encajan con ninguna posible explicación.

Los originales que quedan en la Tierra son conscientes de lo que ocurre a sus versiones lunares y sufren el trauma de su muerte, aunque sigan con vida. Ningún voluntario puede resistirlo en repetidas ocasiones hasta la aparición de Al Barker, un practicante de deportes extremos que parece amar la idea de morir.

De hecho, se diría que todo este argumento es en realidad una excusa para que Budrys ponga en juego a su cuarteto de protagonistas. Barker, fanfarrón pero vulnerable, en permanente huida de sí mismo mediante provocaciones, es el contrapunto a Ed Hawks, el científico detrás del invento de la teleportación, del que terminó por hacerse cargo la marina. La pareja de Barker, Claire, es una mujer fatal de manual, una belleza-trofeo que impulsa las locuras de Barker. Y Vincent Connington, el jefe de personal de la empresa para la que trabaja Hawks, es una especie de triunfador-baboso, un individuo pesado y repulsivo que pretende utilizar a todo el mundo en su beneficio y llevarse de paso a Claire.

Todos ellos responden automáticamente a tipos bien comprensibles para el lector medio de género en la época. Para ligarse a Elizabeth, otra muchacha más conveniente que Claire, Hawks le echa interminables discursos en los que, en resumidas cuentas, demuestra ser un incomprendido nerd, que se entregó a la ciencia y al trabajo serio y por eso no ha conseguido echarse novia entrados los 40. Barker, en cambio, es un machirulo que evidentemente daba collejas a los tipos como Hawks en la high school, esa etapa de frustración para el estadounidense friki. Sin embargo ahora, ironías del destino, Barker dependerá de alguien como Hawks; y éste le enviará una y otra vez a la muerte.

Algis BudrysBudrys, que era un escritor más inteligente que lo que se podría interpretar a partir de las gracietas que acabo de escribir al hilo de la novela, introduce matices en los personajes para que no resulte todo tan plano y evidente. Barker, consciente de que esconde fragilidad tras su capa de hombría, es prácticamente un nihilista, un héroe nietzscheano. Hawks se siente verdaderamente amargado por la forma en que derivó el uso de su invento e intenta mantener el control de una situación muy por encima de sus capacidades. Sólo Claire es tan plana como cabría imaginar en el peor escenario: de puro caprichosa resulta incoherente e incomprensible.

El problema es que los diálogos entre los cuatro protagonistas ocupan tranquilamente la mitad de la novela y no funcionan. Aquí es donde entran mis dudas, porque la traducción de Elías Sarhan es francamente mejorable. Es curioso cómo han cambiado las cosas (para bien en este sentido) en los poco más de veinte años transcurridos desde la publicación de esta novela por Ultramar: Sarhan no era uno de los traductores a los que los lectores de la época temíamos, pero lo cierto es que El laberinto de la Luna está plagado de frases que, simplemente, no se dicen así en castellano. No recuerdo ahora mismo ningún error de bulto cómico, pero sí numerosas líneas difíciles de entender o que te sacan de la lectura por su artificiosidad. Hoy este trabajo sería denostado, pero hace veinte años pasó inadvertido.

El hecho es que esto se pone sobre todo de manifiesto en los citados diálogos, en los que obviamente Budrys pretendía remedar la conversación sofisticada de las buenas novelas negras, el género literario que estaba empezando a sacar la cabeza ya por aquel entonces desde los comunes orígenes pulp. No puedo determinar si el hecho de que no lo consiga es por culpa suya o de su traductor, pero los personajes suenan en general farragosos y faltos de autenticidad, lastrando seriamente el desarrollo del libro.

El otro punto relevante que me parece necesario destacar es la excepcionalidad de El laberinto de la Luna respecto a la mayor parte de las novelas de cf relevantes de la época en cuanto a su ambientación. Budrys, que era junto a Judith Merrill el mejor crítico del género en la época, intenta una apuesta curiosa al situar esta novela en el presente, al igual que haría también después en ¿Quién?. De alguna forma, es como si estuviera ejerciendo de precursor del tecnothriller diez años antes de que Michael Crichton empezara a darle forma.

Sin embargo, Budrys no consiguió llegar a un público mayor que el intrínseco del género por la misma razón en que tampoco lo han conseguido autores como Greg Bear o nuestro Juan Miguel Aguilera con su muy interesante La red de Indra: maneja conceptos demasiado propios de la ciencia ficción, demasiado agresivos para un lector externo. Ese lugar letal para los seres humanos en el que réplicas de los mismos individuos fallecen horriblemente una y otra vez destila sentido de la maravilla; pero hay muchos lectores que, simplemente, no parecen capacitados para volar tan alto.

Al final, uno tiene la impresión de que el buen recuerdo que guardaba de la primera lectura, allá en otro milenio, de El laberinto de la Luna se debe sobre todo al impacto de ese escenario, a la forma en la que terminamos por conocerlo a fondo en su apasionante final, que entierra su desarrollo menos afortunado. Supongo que es algo inevitable si se emprenden relecturas: se encuentran novelas que en realidad son más interesantes contadas que leídas puesto que en la lectura entran en juego valores literarios que no forman parte del relato evocado. Y el recuerdo termina por confundir lo que se cuenta con lo que se leyó.

El laberinto de la Luna, de Algis Budrys (Ultramar, Grandes Éxitos Bolsillo nº119, 1991)
Rogue Moon (1960)
Trad. Elias Sarhan
190 pp. Tapa Blanda.
Ficha en La tercera fundación

5 comentarios en “El laberinto de la Luna, de Algis Budrys

  1. Por lo que describes (no he leído la novela), el procedimiento para explorar el habitáculo recuerda un poco al mecanismo que utiliza Hiroshi Sakurazaka en All You Need is Kill (Edge of Tomorrow en el cine), que también recuerda al de la película Source Code, de Duncan Jones. No son exactamente lo mismo (en los casos que menciono se trata más bien de acceder a una especie de mundos paralelos, si no recuerdo mal), pero algo tienen que ver.

    Me pregunto si unos y otros conocían la novela de Budrys, o si Budrys ya toma prestada esta idea de iterar una serie de acciones ajustándolas a posteriori con la intención de resolver un problema (en este caso usando copias desechables de personas).

    Lo que me lleva a pensar en los montones de ideas que se nos presentan como nuevas y en las pocas veces que realmente lo son. Y en quién debería encargarse de “vigilar”/rellenar ese vacío de conocimiento, o si se debería “vigilar”.

    ¿La Policía de la Originalidad?

    • En realidad, y sin apelar a esas simplificaciones bastante razonables de que en realidad sólo hay cuatro o cinco argumentos, es complicado sacar ideas nuevas; la cuestión es lo que se consiga hacer con ellas.
      Dicho esto, yo no consigo evitar cierto cabreo (la verdad es que no del todo justificado) cuando se jalean como novedosas ideas que ya alguien utilizó en el pasado. Pero sobre todo me molesta cuando es para mal, y además se recibe la cosa con alharacas. Véase Embassytown.

      • Estos lapsus son cada vez más habituales. Hoy mismo leía un artículo sobre los hijos españoles de Lovecraft http://www.primeralinea.es/ocio/vicio-y-subcultura-los-hijos-espanoles-de-lovecraft/16367/ que “olvidaba” citar novelas como Sherlock Holmes y La sabiduría de los muertos, de Rodolfo Martínez, Las cuatro damas, de Adolf J. Fort, o La llave del Abismo, de José Carlos Somoza. Por poner sólo tres ejemplos de los más evidentes. Al final, como tantas otras veces, para poder relacionar hay que haber leído o, al menos, haber visto el libro alguna vez. Y eso en una divulgación obsesionada con la novedad, donde sólo existe lo que se ha publicado en los dos o tres últimoa años, ha terminado siendo la (triste) norma.

  2. El problema es global del periodismo, qué me vas a contar. En parte por culpa de la indolencia de los periodistas, pero sobre todo de la manera en que se trabaja. Si tienes que escribir dos artículos al día, es un poco complicado que te hayas leído los libros de los tipos a los que vas a entrevistar, o que te documentes de manera suficiente sobre el tema. Te limitas al googleo y al dossier de prensa, que muchas veces está hecho de aquella manera. Y claro, alguien que sepa un poco de qué va el tema realmente lo nota. Mucho. No le veo solución

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