La playa salvaje, de Kim Stanley Robinson

La playa salvajeMuchas cosas convergen en La playa salvaje, primera novela de Kim Stanley Robinson. Publicada en 1984, hoy no se tiene muy en cuenta ni se la recuerda como lo que es: una primera novela que no lo parece, crítica y autocrítica a la vez, y un despliegue de inventiva y novedad en un terreno, el postapocalíptico, cuyo imaginario es fácil dar por sentado por lo que tiene de manido y autoexplicativo. Robinson, ambicioso y con talento suficiente como para cumplir con las metas de su ambición, entreteje el paisaje y la idiosincrasia de las gentes con los motivos históricos que han ahormado esa realidad futura, y lo hace de manera creíble, y, por usar una palabra de Sánchez Ferlosio, circunstanciada. Insisto: no parece una primera novela.

Henry, el narrador, rememora su adolescencia en los restos de una playa (paisaje infrecuente en el subgénero), con sus elementos de historia de amistades que empiezan a abandonar la niñez y adentrarse en las recién adquiridas responsabilidades de la adolescencia. Nos muestra un mundo en el que los intereses egoístas, con la supervivencia como factor tutelar de sus vidas, priman sobre un mínimo sentido de la moral (pienso en esas visitas guiadas a los restos de las ciudades californianas, a las que ahora vuelvo), y a la –tal como la pintan– consoladora, reconfortante idea de la venganza.

En La playa salvaje hay un mercado de intercambio que funciona como último reducto de civilización, como si ese mercado simbolizase el instinto social de una sociedad que se resiste a desaparecer. Víctima de las bombas (recuerdo descrito con maestría, por cierto), la costa oeste norteamericana entra, o cae, en la vida postapocalíptica, pero de entre los harapos surgen las ganas de saber por qué están así, los deseos de venganza y una inesperada actitud de autocrítica. Esto por una parte. Por otra, Robinson demuestra, en una primera novela que, como digo, no parece que lo sea, saber construir una personalidad humana con sus contradicciones, con el elenco de comportamientos buenos-malos en los que incurrimos todos a lo largo de nuestras vidas.

Pasadas las 60 páginas de contexto, el narrador y otros de su entorno van de expedición a San Diego, y ahí descubren que los japoneses controlan, y ofrecen a modo de atractivo turístico, como decía antes, las ruinas humilladas de Estados Unidos. Esto hace que, entre los supervivientes de la playa, proliferen los llamados vigilantes, que son francotiradores paramilitares que se autoadjudican la tarea de matar al que entra a mostrar las ruinas. Lo bueno, el matiz y el detalle de buen escritor, es que los personajes se preguntan por qué les bombardearon. Se preguntan por qué en un contexto de sufrimiento y supervivencia donde lo normal sería no preguntarse nada, y en donde el alcalde de San Diego, desatado y partidario de organizar una resistencia, pronuncia un discurso, beligerante y monomaníaco, que empieza: “Let’s make America great again”.

Kim Stanley RobinsonPor otra parte, el descubrimiento de la biblioteca del alcalde, sumado a las lecturas de Henry y las recomendaciones de Tom, uno de los pocos viejos que nacieron en un mundo pre-devastación, le sirven a Robinson para ensalzar la lectura como remedio, o como freno, a la pendiente de animalización progresiva por la que puede caer la humanidad en casos de supervivencia extrema como es la vida postapocalíptica. El pájaro burlón (Mockingbird), de Walter Tevis, y La tierra permanece, de George R. Stewart, también vieron en la lectura ese talento estructurador.

El grupo de amigos lee en voz alta el testimonio de un viajero por el mundo devastado. Robinson, hábil, consigue de esta manera que todos seamos, por unos momentos, lo mismo: nos iguala hasta convertirnos, a personajes y lectores, en oyentes intrigados de ese relato de exploración. El ritual de lectura le sirve al autor, también, para sugerir la rivalidad y las envidias entre Steve y Henry, donde el primero quiere hacerse un hueco después de sentirse desplazado y empequeñecido por los viajes del segundo, por el ejemplo de valentía que ha dado el segundo ante todos. Estas turbulencias propias de la edad quedan reflejadas con detalle por una voz narrativa perspicaz, que quiere transmitir a todo color los sentimientos de sus personajes, no sólo la desolación física de un mundo.

Con el estruendo de esta ópera prima, Kim Stanley Robinson teje tanto un fascinante trasfondo social y paisajístico como las cotidianas miserias humanas, y lo hace con calma, tomándose su tiempo a la manera de los grandes narradores californianos que despliegan como si fuera una larga alfombra roja los pormenores pasados de la historia presente para que entiendas más, para que entiendas mejor (pienso en esa deslumbrante novela de John Steinbeck que es Al este del Edén). Habrá lectores que lo consideren desesperante –quién sabe– pero ese fresco es el que da color y detalle, es la pantalla sobre la que se imprimen los hechos de la historia.

Y, sobre todo y lo que realmente hace que estas técnicas narrativas se acojan bien, la escritura: la sensación es la de estar leyendo unas páginas contenidas, donde el narrador no se deja llevar por el calor de sus recuerdos de adolescencia. E, imaginativa, la prosa está llena de descripciones que parecen pensadas para la cercanía detallista de los primeros planos de una película. La descripción que hace el narrador de sí mismo nadando de noche hacia la orilla son páginas de agotamiento y horror en un mar bravo y con niebla; es una descripción que te sumerge con él en esas aguas. Esto va a gustos: yo sí soy partidario de las descripciones: te ayudan a ver mejor. Como esta. O como el épico dolor de cabeza descrito por García Márquez en El otoño del patriarca. Un ejemplo de virtuosismo y poder descriptivo, narrativo, que, lejos de ser un alarde de ególatra, es la constatación de un talento para sumergirte en entornos desconocidos y poco imaginados.

Quizá, lo que se puede decir del libro es que, llegado un punto, la expectativa de aventura es tan alta que sorprende no ver al narrador meterse por esas andaduras. Decide no salir a explorar otras partes arruinadas del país, y, cuando todo te lleva a esperar un estallido en el tramo central de la novela, Robinson lo que hace es alargar la espera, y recogerse para ahondar en los motivos que tuvieron los japoneses para bombardearles, y acercarte a sus personajes. Un gesto valiente de un autor muy seguro de sí mismo, consciente de haber parido una excelente novela de una ciencia ficción muy humana.

La playa salvaje, de Kim Stanley Robinson (Júcar, Col. Etiqueta Futura nº9, 1989)
The Wild Shore (1984)
Trad. Rafael Marín
338 pp. Rústica.
Ficha en la Tercera Fundación

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