Después de practicarle la eutanasia a su marido, Alice B. Sheldon, que logró esconderse bajo el pseudónimo literario de James Tiptree, Jr. durante veinte años, se cubrió la cabeza con una toalla y se pegó un tiro. De pequeña vivió en África y en la India; durante la Segunda Guerra Mundial salió de su casa un día y se alistó en el ejército; ocultó su homosexualidad y canalizó su tenebrosa depresión crónica a través de su obra; e hizo y deshizo en sus personajes lo que no pudo hacer y deshacer consigo misma. Todo en ella es fascinación, pero sería un error creer que todo en ella es fascinación por los hechos trágicos de su vida, que con tanto cuidado, por otra parte, biografió Julie Phillips en Alice B. Sheldon (James Tiptree, Jr. The Double Life of Alice B. Sheldon); así que si digo, por tercera vez, que todo en ella es fascinación, es porque en sus cuentos vemos –aumentada– toda la extrañeza del mundo, y todo el caos de la mente humana –la suya– convertido en espectáculo visual por una imaginación capaz de metabolizar sus propios dolores hasta convertirlos en imágenes mesmerizantes, de tan cienciaficcionescas.
Los temas que permean su obra son la sexualidad, la violencia, la soledad, el sufrimiento como elemento constitutivo diferencial del ser humano, la conflictiva relación con el otro, la desesperanza y, aunque en menor medida, la esperanza y el amor. El feminismo de “Las mujeres que los hombres no ven” o “Houston, Houston, ¿me recibes?”, es un discurso que, cuando escribía protegida por su pseudónimo, sorprendía gratamente a escritoras como Joanna Russ o Ursula K. Le Guin. Por otra parte, la otredad, como he dicho, es en Tiptree una presencia conflictiva, sí, pero no porque sea vista como una amenaza sino por el miedo a no ser aceptada por ella: después de tanto rechazo, los personajes de Tiptree lo que necesitan es ser aceptados sin condiciones. A veces, la más cercana otredad es la que te censura; el consecuente descubrimiento es que solo hay paz y amor en la lejana, pero más acogedora, otredad de las especies no humanas del firmamento. No es raro pues que su habilidad para meterse en mentes alienígenas, y describirnos desde su óptica, haya sido tan elogiada (como en esa maravilla de impacto y decepción que es el cuento “We Who Stole the Dream”, de Out of the Everywhere, & Other Extraordinary Visions).
También fue capaz de atribuir rasgos y sentimientos humanos, gestos y necesidades humanas a un planeta entero, y la víctima (del cuento) era (en este caso) una chica solitaria y desorientada. Por deformada que esté la realidad física, como en el ejemplo anterior, se reconoce siempre un sentimiento humano en sus cuentos, normalmente sufrido y desgarrador: el suyo propio.
La estructura de sus cuentos es a veces redonda, con todo medido y sin ningún cabo suelto, como en “Su humo se elevó para siempre”, a veces fallida, como en “Come Live With Me”, donde abandona el doble punto de vista narrativo que al principio del cuento se erigía en efectivo mecanismo literario, creando sinergias llenas de elipsis, en favor de un único, más flojo, punto de vista que debilita la estructura. En cambio, en “Su humo se elevó para siempre” la estructura es clave para conseguir ese efecto de fascinación: el protagonista avanza involuntariamente por los capítulos más relevantes de su vida futura. Contundentes pinceladas entrelazadas, la transición de una a otra es natural, y las vincula una realidad común a todos los tiempos: el horror. Es un cuento compacto, de arquitectura bien trabada, donde todas las piezas tienen su hueco independiente dentro de un marco general desesperanzado. Parafraseando a Quevedo podríamos decir que este cuento es la escenificación literal del dolor constante más allá de la muerte.
Pero no sólo el escenario es oscuro: el sufrimiento es el rasgo vital más enteramente constitutivo de sus personajes, el mal endémico, inseparable, de su ser. La raíz de ese dolor pueden ser las cáusticas burlas de sus iguales, la locura, una locura inofensiva que tiene como consecuencia una violación múltiple (pienso en “¡Vuestras caras, oh mis hermanas!, ¡vuestras caras llenas de luz!”), la soledad, la inconformidad radical con el presente o la incapacidad de amar. Amalgamados en el interior derruido de sus personajes, vemos el ferviente deseo de ser feliz, vemos humanidad y otredad, sufrimiento y angustia. En eterna pugna. Bien dibujados, la complejidad de sus personalidades, de sus sentimientos a veces contradictorios, a veces enfrentados o frustrados, como en la protagonista de “Backward, Turn Backward”, perdura en nuestro recuerdo con la misma nitidez con la que perduran sus mundos violentados, sus civilizaciones alienígenas.
Robert Silverberg, autor de las ultra recomendables novelas Muero por dentro y A través de un billón de años, compara a Tiptree con Hemingway. En ambos, dice en su prólogo a Mundos cálidos y otros, “prevalece (…) la masculinidad, la preocupación por el coraje, los valores absolutos, los misterios y pasiones de la vida y la muerte tal como se revelan en las pruebas físicas extremas, el dolor y la pérdida”. Estoy de acuerdo: es normal ver a sus personajes enfrentados a esas pruebas físicas extremas que menciona. Siempre condicionan, para mal, el futuro de sus vidas. Y sobre la comparación hemingwayana, veo en Tiptree a un mucho mejor prosista que Hemingway. Además, dejó escrito Titpree un propósito que cumplió a rajatabla en todas las páginas de su obra y con el que yo diría no cumplió Hemingway: “Mi verdadera finalidad es no aburrir”.
A los novelistas de ciencia ficción de la nueva ola suele atribuírseles un estilo más sofisticado que a los escritores de ciencia ficción de los años sesenta para atrás. Así, y a diferencia de Hemingway, vemos en Tiptree una prosa que se va espesando a cada frase, una densa escritura de léxico exigente para el lector, barroca pero sin escatimar en pasajes de lirismo desarmante y con un sentido del humor bien dosificado, algo no siempre fácil de conseguir. Basta fijarse en los títulos de sus cuentos para saber que estamos ante un oído delicado, atento a la eufonía de las palabras. Como también basta fijarse en sus diálogos para saber que estamos ante una autora que sabe hacer hablar a sus personajes tal como hablas tú o como hablo yo.
(Tanto poder tiene esa escritura que se puede ver su efecto, mal digerido, en este apunte que está quedando demasiado verboso).
También tiene cuentos no cienciaficcionescos, como “Yanqui Doodle”, del póstumo Crown of Stars. Es un enloquecedor relato militar, de evolución perfecta: el protagonista se rehabilita en un hospital porque tiene que depurar su cuerpo de las drogas que el ejército, subrepticiamente, le ha ido administrando. Cuanto más depurado, más nítidos son sus recuerdos del papel que tuvo en la guerra, y por ello más vivos sus horrores, más justificados sus remordimientos. Mejor no seguir con el resumen. Precursora, han dicho algunos, de lo cyberpunk, por cuentos como “La muchacha que estaba conectada”, y coqueteadora, yo diría, con el terror, por “Carne de probada moralidad”, Tiptree es, sin embargo, pura ciencia ficción, y todo lo que hace es ciencia ficción lúgubre, y es en esas deformaciones donde dejó diseminados su sufrimiento y sus contradicciones, donde se dejó a sí misma esparcida.
Aunque menos compactas que sus cuentos, de arquitectura algo más irregular, sus novelas han sido para mí hitos de lectura: Brightness Falls From the Air y En la cima del mundo son espectáculos visuales, frutos de una imaginación colonizadora. El mapa de sus visiones estaría incompleto sin ellas.
Sumado a ese mapa, este dato quizá contribuya a propagar el contagio tiptreano: hay en el blog de Fernández Balbuena una divertida, atinada comparación de la vida y obra de Tiptree con la vida y obra de Cordwainer Smith. Ambos usaron pseudónimo; consagraron su talento al cuento y no a la novela; prefirieron escribir desde el semi anonimato y se han convertido, con el tiempo, en verdaderos autores de culto. Son genialidades siamesas. En “El hombre que volvió”, de A diez mil años luz, un hombre vuelve a casa caminando. Después de una hecatombe nuclear, un hombre atrapado, como retenido en el tiempo y en el espacio, cargado de tesón y amor a los suyos, vuelve a casa. ¡Caminando! Veo que siete años de relecturas no han desgastado el brillo verdeazulado de sus páginas.