“People did not like it here.”
Kurt Vonnegut
Se puede leer como una despedida a la humanidad. Como si el autor, Santiago H. Amigorena, le diera un sonoro portazo. Adaptada al cine en 2020, Mis últimas palabras se ha traducido ahora, a finales de 2022, y es una historia postapocalíptica que se lee, como digo, no como advertencia ni fantasía de supervivencia sino como reconvención, como un enorme y desesperado ‘te lo dije’ a la humanidad entera.
La base de la historia es sencilla: sobre la Tierra en agonía sólo queda el narrador. Estamos en el año 2086 y después de morir William Shakespeare (no el sonetista sino alguien –¡pero qué cosas!– que adopta su nombre), el único superviviente cuenta lo que ha sido su vida, el vaivén de violencia y escasez que han sido sus días en la Tierra, y lo que le han explicado que era la vida antes de las grandes sequías, las guerras y las plagas que acabaron con todo. El narrador nunca conoció nada que no fuese el vacío y la desolación.
Lo novela se construye en pequeños racimos de frases. En grupos de dos o tres. En extensiones, como máximo, de página o página y media, como si eso mismo reflejase el deterioro de la vida que se describe, las migajas o despojos de lo que podría haber sido un mundo.
La contaminación y la superpoblación como males causantes del fin del mundo emparejan este libro con una constelación de textos afines. El tema ecologista está descrito por el narrador con esa lacónica tristeza del que ya lo da todo por perdido, y los tiempos en los que la Tierra superpoblada parecía que podía aguantarlo todo están evocados con esa especie de incredulidad que provoca lo que no se ha conocido más que de oídas. De todos modos, leyendo la novela, he tenido la impresión de que esos dos temas –urgentes y temibles como en verdad son– se podrían haber sustituido, sin que nadie se diese cuenta, por guerra y pandemia. Por decir algo. Lo que quiero decir es que el autor no ha cogido esos temas y los ha incardinado en el fondo del ADN de su historia hasta hacerlos inevitables y capaces de hundirlo todo con la fuerza de su convicción y de su imaginario. No. El autor los ha escogido caprichosamente para explicar o justificar que el mundo, en su historia, agoniza, y que la humanidad, en esa Tierra, ha muerto sola y desatendida.
Hay ocasionales estallidos de horror como en La carretera de McCarthy o Plop de Rafael Pinedo, pero Amigorena no los convierte en motivo estructural de un futuro depravado ni quiere regodearse en esas descripciones. Están ahí porque un futuro como ese ya da pie, parece ser, a reacciones así. Y se entiende. Pero todo está teñido por ese aire de capricho, diría. Casi de azar en los temas. Como pasaba con los principios de Groucho Marx, que si no te gustan, tenía otros.
Esta novela me ha recordado a la excepcional y excepcionalmente dura Mundo desierto, de Jean-Pierre Andrevon, que creo haber mencionado ya alguna vez en C. Al contrario que la de Amigorena, la novela de Andrevon sí trasmitía una sensación de soledad abrumadora. En Mis últimas palabras, pese a que sabemos, ya desde el principio, que quien nos habla es la última persona en la Tierra, nunca nos llega el mazazo de su soledad. Nos lo dice, sí, lo sabemos, vale, pero como un dato más, como algo accesorio en el marco de su historia sobre los peligros de ignorar las propuestas del ecologismo y la escasez de recursos que provoca la superpoblación desenfrenada.
En definitiva y para ir al grano: la novela aporta poco. Muy poco. Sin salir de los ¿pocos? años que llevamos de este siglo XXI que ya cansa, se me ocurren otras novelas, también postapocalípticas, que han sido más innovadoras, que han ampliado el imaginario del subgénero entretejiendo crítica o análisis político y una cierta voluntad formal.
Emily St. John Mandel con Estación once, Ana Llurba con La puerta del cielo, Emilio Bueso con Cenital o Will McCintosh con Apocalipsis suave han sido más ambiciosos, más innovadores, y sus libros te ayudan a entender el cruce de intereses, difíciles de ver, que conforman el mundo en que vivimos. En todos veo algo más que en esta novela de Amigorena hasta el punto de haber optado, al principio, por encabezar esta reseña con unas palabras de Miguel Hernández –en lugar de las de Vonnegut– que dicen: “Ausencia en todo veo”, porque me iba bien el verso para la descripción del imaginario pero sobre todo y algo maliciosamente porque, si alguien me preguntase por sus logros y hallazgos, por la contribución y complejidad del libro, es ese verso lo que me vendría a la cabeza como certero resumen de lo conseguido en esos terrenos.
Sí, no puedo evitar sentir simpatía por el enfoque y puedo decir que ‘estoy de acuerdo’ con la tesis de la novela. Y qué bien se lee, en una tarde sin prisas, pero la verdad es –y no me gusta decirlo de esta manera tan arrogante y desagradable– que aporta poco esta novela a la comprensión del mundo, y qué poca novedad con respecto a otras obras parecidas que han salido estos últimos lustros, y qué poca consistencia de realidad en estas últimas palabras de una humanidad que no quiso corregir sus pasos equivocados.
Mis últimas palabras (Mes derniers mots, 2015), de Santiago H. Amigorena
Ed. Random House, 2022. Traducción de María Lidia Márquez Jiménez
Rústica con sobrecubiertas. 112 pp. 15,90€
Ficha en Penguin Libros