Con los años, y en una incuestionable prueba de mi irreversible condición de pollavieja, voy apreciando cada vez más a esos intelectuales que florecieron entre finales del XIX y la guerra civil. La capacidad descriptiva o el experimentalismo de Azorín (cuando no se pone pelma), el naturalismo preciso de Pardo Bazán, el gigantismo de Galdós, la brutal honestidad intelectual de Unamuno, la exquisitez de Machado, el preposmodernismo inteligente de Lorca, la amenidad reflexiva de Baroja, la excentricidad creativa de Valle Inclán, la energía de Clara Campoamor, el genio de María Zambrano, la impecable formalidad de Gerardo Diego, la sencillez en la perfección de Rosa Chacel. el humor insuperable de Camba, Fernández Flórez, Jardiel Poncela, Muñoz Seca y Mihura, la campechanía talentosa de Josep Pla, el compromiso de Chaves Nogales, la capacidad infinita para la belleza de Cernuda o Salinas. Y Buñuel, Dalí, Ganivet, Sender, Concha Espina, Marañón, Madariaga, Ramón y Cajal, Ramiro de Maeztu, Miguel Hernández, Gómez de la Serna, Gutiérrez Solana, Miró, Zuloaga
Esa gente a la que (en su mayoría, porque también cuento ahí con algún nacionalista periférico no menos talentoso) le dolía España. Que eran, como dice Slavoj Zizek, auténticos patriotas: de los que se avergüenzan de los defectos de su país y quieren remediarlos. Que pensaban (bueno, luego unos cuantos se torcieron con la edad) que el honor era más importante que la fama, que la pluma podía vencer a la espada. Gente que defendía los valores buenos, sin que resultaran por ello anticuados o ridículos. He citado una lista enorme, y me falta gente, mientras que me sale una cortísima de las personalidades que me parecen de la misma pasta desde la guerra civil hasta hoy: Delibes, Julio Llamazares, Eduardo Mendoza, Torrente Ballester, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite, Carmen Laforet, Buero Vallejo, Sánchez Ferlosio, José Hierro, Fernández Cubas, Juan Marsé. Quizá también Merino, los Goytisolo, Vázquez Montalbán, Muñoz Molina, Cercas. Y nadie más.
(Sí, he dejado sin mencionar a todos los galardonados con premios Nobel. Hemos tenido muy mala pata con los premios Nobel. En mi opinión, cada uno de ellos debería haber sido sustituido por otro de mucha mayor valía: Galdós por Echegaray, Unamuno por Benavente, Baroja por Juan Ramón Jiménez, María Zambrano por Aleixandre, y Delibes por Cela, por ejemplo. García Lorca, Salinas, Cernuda o Machado lo habrían merecido también más que los premiados, mucho más, pero murieron prematuramente).
Cuando me propusieron escoger una ilustración para la portada de mi antología de cuentos, Formas que adoptan mis sueños, no dudé en recurrir a alguien de esa época: Ángeles Santos, una de las Sin Sombrero de la generación del 27, que pintó su obra maestra, Un mundo, con sólo 18 años. La primera vez que vi ese cuadro en el Reina Sofía, hace unos cuantos años ya cuando alguien tuvo la buena idea de destacarlo en la colección permanente, me quedé ojiplático: no podía ser que no conociera esa maravilla hipnótica hasta entonces, no podía ser que ese sueño fantástico e inspirador hubiera surgido de la nada. Por cierto, hay otro pintor español de la época con cuadros “de género” en el mismo museo, aunque no tan impresionantes: el canario Óscar Domínguez.
De hecho, como han ido demostrando investigadores como Mariano Martín o Nil Santiáñez-Tió, efectivamente el nuestro fue un territorio más frecuentado de lo que parece por entonces. No fueron pocos los autores de preguerra que hicieron pequeños acercamientos a las temáticas de la ciencia ficción; sería largo detallarlo, y ya se ha hecho en numerosas ocasiones. Sin embargo, de un tiempo a esta parte alumbré la fantasía de que las cosas hubieran sido de otra forma. Aún más intensa. Quizá se pudiera escribir una ucronía sobre la rivalidad entre Sorprendente, revista de Ramiro de Maeztu, y Asombroso, revista de Ignacio Sánchez Mejía. Podríamos asignar algunos roles para los colaboradores más destacados: Unamuno como Heinlein, Camba como Sheckley, Azorín como Van Vogt, Ramón y Cajal como Asimov, Valle Inclán como Ellison, Azorín como Leiber, Sender como Jack Vance, Gómez de la Serna como Lafferty, Machado como Sturgeon. Después llegaría una siguiente generación con Delibes como Silverberg, Torrente Ballester como Zelazny, y la revolución femenina de Matute como Le Guin, Laforet como Russ o Martín Gaite como Tiptree…
Más allá de este juego, lo que sí pensé seriamente en más de una ocasión es en la posibilidad de que Ortega y Gasset hubiera sido nuestro Aldous Huxley. Que buena parte de sus especulaciones de carácter más sociológico y político las hubiera plasmado en una distopía, en lugar de en forma de ensayos y artículos. Que las hubiera estructurado como relato.
Mi relación con Ortega es mucho más estrecha que con la de casi todos los autores mencionados antes (salvo Machado, Delibes y Mendoza), en los que he profundizado de forma más reciente. Llevo desde la universidad leyéndole con alguna frecuencia: el descubrimiento en el instituto de que había un filósofo español reconocido internacionalmente, ¡y que era periodista además!, fue algo que me atrajo de inmediato. Sus libros más conocidos son bastante asequibles, sus discursos políticos tienen una incuestionable actualidad, y sus artículos periodísticos son modelos pocas veces superados.
El señor tiene peor prensa de la que merece por varias razones: algún que otro momento dubitativo ante el franquismo tras su oposición inicial (ya mayor y con serias carencias económicas, supongo que simplemente quería morir aquí), que sus textos de corte estrictamente filosófico son en su mayoría metafísica de difícil digestión (yo lo he intentado varias veces con el mayor de los ánimos y el menor de los éxitos) y que los de carácter sociológico-político tienen en un vistazo superficial un regusto elitista. Ortega era un liberal de vieja escuela (nada que ver con los estafadores del capitalismo de amiguetes que ahora utilizan esa etiqueta para camuflar sus chanchullos, o con los cuñaos que confunden libertad con el designio de sus cojones, a los que motejan de santos), y aunque argumenta más que bien, no deja de haber momentos en los que parece claro que, por mucho que quiera lo mejor para el pueblo, lo quiere sin el pueblo.
Pero etiquetarle de acuerdo a los parámetros actuales resultaría simplificador: por ejemplo, su posición respecto a los nacionalismos periféricos está hoy más próxima a la del gobierno socialista que a la de la oposición. Cuando se califica como liberal, insiste en cambio en que uno de sus problemas con el hombre masa es que “tiene sólo apetitos, cree que tiene solo derechos, no cree que tiene obligaciones, es el hombre sin la nobleza que obliga, el snob” (pág. 38), algo alejadísimo de las bocachancladas sobre libertad que se escuchan hoy. Y reclama cosas como la justicia social con una posición impecablemente sensata:
Esa «justicia social» es posible y es justo conseguirla por caminos que no parecen pasar por una miserable socialización, sino dirigirse en vía recta hacia un magnánimo solidarismo. Este último vocablo es, por lo demás, inoperante, porque hasta la fecha no se ha condensado en él un sistema enérgico de ideas históricas y sociales, antes bien rezuma solo vagas filantropías (pág. 53).
Dicho esto, mi regusto respecto a Ortega es que muchas cosas de las que nos pasan, pero muchas, se las veía venir. De hecho, la prospectiva era algo que evidentemente le interesaba, según una nota al pie del “Prólogo para franceses”: “Obra fácil y útil que alguien debería emprender fuera reunir los pronósticos que en cada época se han hecho sobre el próximo porvenir. Yo he coleccionado los suficientes para quedar estupefacto ante el hecho de que haya habido siempre algunos hombres que predecían el futuro.” Y quizá, como digo, en otras circunstancias podría haberlas plasmado en forma de narrativa, aunque lo cierto es que en la realidad no practicó ese género de forma pública.
Hace unos meses se me ocurrió que quizá fuera momento de volver a leer La rebelión de las masas, y descubrí que lo había prestado sin retorno. Decidí comprar la última edición publicada por Alianza Editorial, que tiene la virtud de incorporar bastantes textos colaterales, como unas conferencias previas en la misma línea, tituladas según fuentes y momentos “Dinámica del tiempo” y “Meditaciones sobre nuestro tiempo”. Cuando me llegó el ejemplar, empecé a hojearlo y terminé enganchado, sin apenas tomar las notas que hubiera debido. Porque al poco me di cuenta de que La rebelión de las masas es, en el fondo, un análisis prospectivo de la evolución de la sociedad a partir de su presente, con lo que resulta claro que es el material adecuado para considerarlo como el posible germen para una distopía. Y podría leerse en ese sentido.
Han pasado los meses y no he tenido ganas de hacer la relectura necesaria para un artículo a fondo, la verdad. Suena a que saldría algo muy largo, mucho más de lo ya desafortunadamente habitual en esta serie, y muy trabajoso para afrontarlo sin especial razón. Así que me limitaré a referirme a algunas de las notas que tomé hace meses para justificar esa idea de La rebelión como posible distopía.
- La multiplicación de los grupos de identidad es indefinida, y contribuirá a entorpecer el desarrollo de la sociedad en su conjunto, como un todo, al anteponer intereses concretos de menor valía al bien común genérico.
- El peligro de la hiperdemocracia: consultar todo, tener opinión sobre todo, puede tener consecuencias negativas. “La masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos (…) Cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café (…) Lo característico del momento es que el alma vulgar, abriéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera (…)”.
- Ojo, el ascenso de la masa tiene aspectos positivos: el conjunto de la población vive mejor que nunca, pese a todos los peligros de fondo. “El imperio de la masa (…) significa una subida de todo el nivel histórico, y revela que la vida media se mueve hoy en altura superior a la que ayer pisaba”.
- Las elites no se corresponden con categorías tan sencillas de definir como en el pasado. Ser masa no es ser pueblo llano, no es ser gente del común: es una actitud de conformidad: “El hombre selecto no es el petulante que se cree superior a los demás, sino el que se exige más que los demás, aunque no logré cumplir en su persona esas exigencias superiores (…). La división en masas y minorías excelentes no es, por tanto, una división en clases sociales, sino en clases de hombre, y no puede coincidir con la jerarquización en clases (…). En la vida intelectual se advierte el progresivo triunfo de los seudointelecutales incualificados, incalificables y descalificados por su propia contextura. Lo mismo en los grupos supervivientes de la “nobleza” masculina y femenina. En cambio, no es raro encontrar hoy entre los obreros, que antes podían valer como el ejemplo más puro de esto que llamamos masa, almas egregiamente disciplinadas”. Masa es, en resumen, “quien se siente como todo el mundo y, sin embargo, no se angustia, se siente a sabor al sentirse idéntico a los demás”, y gusta por ejemplo de algo aborrecido en el pasado como las aglomeraciones.
- En cierta forma relacionado con esto último, esa sociedad de la masa es amante del colosalismo, del récord y del exceso. El mundo de las masas está perdido en su propia abundancia, en su grandeza, lo que genera también desorientación, pérdida de detalle.
- ”Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, puede ser eliminado”. Esta observación, que hoy sería usada como coartada por cierta derecha contrarrevolucionaria, amante de “la libertad” y supuestamente minoritaria a la vez hegemónica en todo lo importante, en Ortega hace referencia a individuos solitarios, de ética estricta, cuya mera presencia supone de alguna forma una incómoda denuncia para la vulgaridad de los snob.
- Una consecuencia de todo esto es que la masa empieza a considerar que los caprichos se han convertido en derechos: “Se quiere que el hombre medio sea señor. Entonces no extrañe que actúe por sí y ante sí, que reclame todos los placeres, que imponga decidido su voluntad, que se niegue a toda servidumbre, que no siga dócil a nadie”.
- Este panorama deviene casi necesariamente en la imposición de la mediocridad. El ascenso de gente no cualificada pero con capacidades adaptadas al entorno de la hegemonía del hombre-masa, que prefieren ser populares a dar respuestas complejas o exigentes a los problemas. “Es muy difícil salvar a una civilización cuando le ha llegado la hora de caer bajo el poder de los demagogos”.
- Una de las esperanzas que ve siempre Ortega, y en esto es singularmente profético, es en la unión de toda Europa; una idea muy osada al expresarse diez años después de que el continente se desangrara de forma brutal por primera vez, y diez años antes de que volviera a hacerlo con una virulencia jamás conocida en la historia. Para Ortega, la unión de Europa bajo un paraguas común sólo estaba esperando un acontecimiento decisivo, “por ejemplo, la coleta de un chino que asome por los Urales o bien una sacudida del gran magma islámico”.
Y así, llego inevitablemente a mi reflexión previa: ¿podría Ortega haber escrito en 1928 a partir de estos materiales una novela, lo que se conocía entonces por un romance científico o una novela futurista, titulado “La gripe de 2020”?
Una enfermedad se extiende desde Asia, con características similares a la de la gripe de apenas diez años antes de la redacción de esta novela. La confusión sobre las noticias, debido a que los medios de comunicación no son de fiar y priman los contenidos del gusto del público, se extiende y no permite tomar medidas a tiempo. Las autoridades, además, priorizan las posibles consecuencias de sus medidas sobre la gravedad de la situación, y desde un primer momento enfocan el problema buscando la idea que pueda resultar de más agrado para sus votantes, en lugar de las más adecuadas para poner freno a los contagios.
La enfermedad se extiende al punto de hacer imprescindible tomar medidas. Sin embargo, empieza a extenderse un fenómeno: la desconfianza en los expertos. En parte por la dificultad de sus planteamientos, en parte por el hecho de que una importante capa de la población parece incapaz de aceptar que nadie sepa más que ellos y les oriente, que haya una elite con un dominio de la situación más allá de los convencionalismos y ocurrencias comunes.
Como oposición a los expertos, una estirpe de pseudo intelectuales, conocidos como “tertulianos”, ejercen enorme influencia sobre la opinión pública, disparatando sobre los más variados temas sin conocimientos de ningún tipo, pero buscando el aplauso fácil de quienes hacen sentir como sus iguales, pese a no estar en la misma posición de poder o boyantía económica.
Dentro de esta España, totalmente invertebrada, incluso las autoridades locales toman medidas de diferente naturaleza, contradictorias entre sí. No faltan políticos que emplean el concepto de “libertad” para justificar lo que no es más que insolidaridad y egoísmo cortoplacista.
A diferencia de lo ocurrido en 1918-19, las normas hechas públicas para evitar los contagios no son seguidas por buena parte de la población, bien por encontrarse desinformados (las voces de los heterodoxos son más llamativas que las de los sensatos y encuentran más presencia en los medios de comunicación), bien por intereses económicos o por una pura negativa a guardar disciplina y recortar el alcance de los propios deseos. Mientras cientos de españoles mueren a diario, las fuerzas del orden son incapaces de imponer el aislamiento de otros miles.
Cada sector de intereses, con la sociedad parcelada por grupos económicos, prioriza su propia supervivencia o sus necesidades sobre las generales. La falta de coordinación hace que el problema se prolongue en el tiempo más allá de lo que hubiera sido necesario tomando medidas más drásticas, pero evitadas por impopulares.
En la novela de Ortega, eso sí, la coordinación europea sería la solución.
Sólo hay dos finales posibles: la aparición de figuras al margen de la masa, capaces de generar respeto y que consigan imponer criterios científicos; o el final de la civilización occidental, consumida como el Imperio Romano por la incapacidad de tomar decisiones colectivas, bien en este primer aviso o en los sucesivos que inevitablemente habrán de llegar. Porque si se superara la gripe de 2020 con el triunfo de las masas, seguramente un siguiente asalto potencialmente más letal sería afrontado con las mismas herramientas, lo que podría suponer un fracaso más allá del dolor de unos miles de muertos.
Parece que me han entrado ganas de releer a Ortega. ¡Cuántas ideas me ha suscitado este artículo!
He de reconocer que tengo perjuicios “tontos” con este autor. Y eso que he echado mano en ocasiones de sus ideas para fundamentar las mias propias, pero siempre con un poco de disgusto al hacerlo.
En mis años de estudiante universitario en la Complutense, en toda asignatura, O, R, T, E, G y A eran las letras que siempre caían en la cuchara de cualquier sopa y terminé un poco harto. Como profesor aquí en Cantabria me veo obligado año tras año a entrar al trapo, a fin de curso, de “¿Qué es Filosofía?”; un texto que no motiva al alumnado y por tanto tampoco a mi. Hasta este punto veo a Ortega revisable. A lo mejor es más útil de lo que yo creo, pero habría que revisar su obra, mi cabeza y el currículo.