Hay libros cuya trama te atrapa: una vez que te adentras en ellos no puedes dejar de leerlos porque necesitas saber lo que va a pasar a continuación. En otros casos, su fuerza no radica en lo que te están contando, sino en cómo te lo están contado: están tan bien escritos, sus frases fluyen de tal manera y hay tanta verdad en ellas, que leerlos es simplemente un placer; el argumento acaba convirtiéndose, en esos casos, en algo prácticamente accesorio. Estación Central no pertenece a ninguna de esas dos categorías. No porque su argumento carezca completamente de interés y tampoco porque su prosa sea ramplona —todo lo contrario—, sino porque su principal atractivo, lo que verdaderamente acaba encandilando al lector, no es el qué ni tampoco el cómo, sino el dónde. El ingrediente x de la obra de Lavie Tidhar es precisamente esa Estación Central ruidosa, colorida, abarrotada y abigarrada que da título al libro y (ampliando un poco el foco) el universo entero en el que está ambientada, ese futuro lejano en el que kilométricas arañas mecánicas recorren la superficie lunar para terraformarla, robots autoconscientes fantasean con reencarnarse en máquinas más sofisticadas y los humanos viven con un pie en el mundo real y otro en el virtual: un personaje que nació sin nodo y, por tanto, sin capacidad para conectarse a la red, es descrito como un minusválido.
Concebida no como una novela al uso, sino como un fix-up o compendio de relatos interrelacionados (la obra es “un homenaje a una antigua era de la ciencia ficción en la cual muchas novelas eran publicadas inicialmente en revistas, en forma de relatos más o menos autónomos, antes de ser recopilados en un libro”, en palabras del propio Tidhar), Estación Central describe un futuro abigarrado, desordenado y ruidoso, como es frecuente dentro del ciberpunk, pero menos oscuro y pesimista de lo que es habitual en el subgénero.
Podría decirse que Tidhar construye Estación Central como si su intención fuera más describir una época y un lugar que narrar una historia. De la misma manera que si estuviera aplicando pinceladas sobre un lienzo, el autor desgrana aquí y allá detalles que, poco a poco, nos van revelando cómo es la vida en las inmediaciones de la estación, qué clase de personas (y artefactos conscientes, y conciencias incorpóreas) la habitan y cuáles son las circunstancias de cada uno de ellos. El efecto final es que, más que estar leyendo una narración, uno acaba con la sensación de que está contemplando una foto fija. Los personajes cuyas historias nos son desveladas aparecen en las páginas del libro únicamente por motivos coyunturales: su presencia en la Estación Central en un momento en concreto. Y, en la mayoría de los casos, despiertan tanta fascinación en el lector debido a sus propias características (¡ascensores filósofos!, ¡vampiras de datos!, ¡niños pirateados!) como indiferencia hacia lo que el destino les tiene deparado: sus conflictos internos, sus tormentos, sus desvelos y sus historias de amor no logran conmover en profundidad, a pesar de lo cual sus vivencias se leen con interés, aunque sólo sea porque a través de ellas podemos conocer algo más acerca del mundo maravilloso que habitan.
En las calles que rodean la Estación Central, atestadas de vendedores de fruta, ciborgs mendicantes, chavales con poderes incomprensibles que han sido manufacturados en laboratorio, sacerdotes robot, pulpadictos y cigarrillos que te inundan de conocimiento, vía datos, en cada calada, atisbamos las historias de un enorme número personajes. Por poner solo algunos ejemplos: Boris, que lleva implantado un simbionte marciano detrás de la oreja; Vladimir, aquejado de un cáncer de memoria causado por la extraña transmisión intergeneracional de recuerdos que se produce en su familia; Motl, un exciborg de combate enamorado y marcado por su pasado; Achimwene, un coleccionista de libros antiguos que nació sin nodo y, por lo tanto, es incapaz de escuchar el murmullo incesante de la Conversación, sempiterno telón de fondo a lo largo de toda la novela, una especie de Internet superevolucionada que funciona como un universo alternativo en el que conviven tanto humanos como inteligencias incorpóreas artificiales.
Estos personajes tan heterogéneos y su manera de relacionarse entre ellos encierran, por un lado, un canto obvio a la tolerancia y la diversidad (Tidhar, nacido en Israel, ha vivido en Vanuatu, Laos, Sudáfrica y Reino Unido, y su novela rezuma cosmopolitismo y amor por la multiculturalidad) y, por otro, una interesante reflexión sobre nuestra propia naturaleza y la necesidad universal de trascendencia y permanencia: ¿Qué es exactamente lo que nos hace humanos? ¿Hasta qué punto seguiríamos siéndolo si perdiéramos nuestra individualidad o renunciáramos a parte de ella? ¿En qué medida podría considerarse que estamos vivos si todos nuestros recuerdos permanecieran almacenados en otras personas? O, a la inversa: ¿Una persona sigue siendo ella misma incluso cuando es incapaz de recordar quién fue? Y, desde el punto de vista místico, ¿habría alguna diferencia entre un humano y una máquina autoconsciente con inquietudes espirituales?
Estación Central no es un libro perfecto. Su principal defecto es, en mi opinión, la ausencia de una columna vertebral, un río capaz de canalizar los mil y un reguerillos argumentales que la recorren. Pretende ser un libro de personajes y, sin embargo, adolece de la falta de un protagonista verdaderamente carismático con el que el lector se pueda identificar. Pero, indudablemente, no carece de virtudes. Si las segundas compensan o no a los primeros dependerá de lo que cada uno le pida a una novela. Por mi parte, he sido feliz vagando por las calles de ese mundo desordenado, asombroso y deslumbrante.
Estación Central (Alethé, 2018)
Central Station (2017)
Traducción: Alexánder Páez García
Tapa Blanda. 307pp. 19,90 €
Ficha en La tercera fundación
No sabía que era una homenaje a las fix ups de antes. La verdad es que tiene muy buena pinta!