En España la valoración de obras y autores de género, su relevancia y su recuerdo con el paso del tiempo están, hasta cierto punto. mediatizados por la colección en la que se publicaron. Lucius Shepard me parece el mejor ejemplo de ello. Traducido a finales de los 80 por colecciones de corto recorrido como Júcar o Alcor, con la crisis editorial de mediados de los 90 quedó relegado a la esquina de los autores para gafapastas. Un buen escritor, con una visión rarita de la ciencia ficción, conocido por unos pocos al que ni siquiera rescató del ostracismo la recuperación de su excelente colección de cuentos El cazador de jaguares por Círculo de lectores. Como ocurre con otros tantos autores, apenas nos ha llegado una pequeña parte de su obra generalmente seleccionada entre sus primeros títulos. Resulta complicado hacerse una composición de lugar; saber si su evolución siguió un crescendo, un sostenuto o si su calidad fue menguando, algo que me apena más tras disfrutar de Vida en tiempo de guerra. Una novela de ciencia ficción bélica que podríamos tomarnos como la respuesta slipstream a Tropas del espacio o La guerra interminable.
A comienzos de la década de los 80 Shepard trabajó de corresponsal en El Salvador. De aquella experiencia bebió su obra inicial; a nivel de ambientación, situando en el polvorín centroamericano una fracción relevante de sus historias breves (“Salvador”, “R&R”), y por su enfoque. Shepard se aproximó al hecho fantástico de manera heterodoxa, con una concepción influenciada por lo real maravilloso de Alejo Carpentier y su gusto por el mestizaje cultural y el surrealismo. En este sentido, Vida en tiempo de guerra podría ser la novela más representativa de este período, una obra además con leves conexiones con el movimiento cyberpunk.
Vida en tiempo de guerra ocurre en una Centroamérica mimética a la que vivió Shepard mientras cubría el conflicto en El Salvador. David Mingolla es un soldado estadounidense que combate en las selvas de Guatemala, en una lucha extendida a toda la zona donde cada vez resulta más complicado discernir quién es amigo o enemigo. Mingolla se encuentra de permiso con dos compañeros en San Francisco de Justiclán después de haber combatido en Granja Hormiga. Llevados al límite por un enemigo tecnológicamente más atrasado, Mingolla parece el más sensato de una terna rápidamente disuelta cuando uno de sus compañeros cae presa de la locura y el otro deserta a Panamá. En soledad conoce a Débora, una mujer local que, tras un desencuentro, se convierte en su compañera.
Shepard segmenta las desventuras de Mingolla por Centroamérica en cinco narraciones. Cada una, a su manera, funciona como un ente compartimentado; hay una progresión argumental, una continuidad de personajes y relaciones, y una unidad temática que permiten hablar de novela. Sin embargo cada división incluye su propia cadencia con sus correspondientes planteamiento, nudo y desenlace de ahí que, al principio, su lectura sea un tanto frustrante. Las primeras cien páginas apenas definen el escenario y al personaje según conoce gente, escucha sus relatos y vive alguna situación tensa. Su propósito no queda expuesto hasta bien entrada la tercera parte cuando Shepard da entrada a un giro y un elemento proveniente de otra época de la ciencia ficción: la telepatía. Un factor adquirido por Mingolla y determinante para el desarrollo de la historia.
Esta tardanza en la definición me ha llevado a que durante cerca de 200 páginas haya leído Vida en tiempo de guerra un tanto perdido. Sin embargo a ritmo de perezoso se vislumbra la dirección en la que avanza. Primero en lo que se refiere al crecimiento de ese soldado que participa en la contienda sin motivación, alienado de su entorno, desconectado de los nativos, que descubre un propósito más allá de vivir al día; un camino durante el cual pasa de comportarse de manera egoísta, sin prestar atención a cómo logra sus fines, a tratar con una cierta humanidad a las víctimas de un conflicto extendido durante generaciones. Es en este aspecto donde la telepatía revela su papel esencial. Mingolla pasa de usarla como si fuera un vulgar abrelatas, un medio para conseguir sus fines, a verla como una herramienta para cambiar el mundo. No prescinde de su condición de arma pero también la utiliza como mecanismo para sanar mientras, sobre todo, se convierte en un vehículo para el flujo de la empatía y un canal para profundizar su amor por Débora.
Y a medida que Mingolla gana relieve, Shepard retrata el conflicto. Parece alejarse de las causas socioeconómicos y lo lleva al terreno de los motivos personales. Los dos bloques que podríamos resumir en las esquinas del cuadrilátero orden vs justicia social, responsables del régimen de horror que padecen millones de personas, terminan teniendo un motor absurdo: la disputa desde hace siglos entre dos familias a la mayor gloria de los culebrones matinales. Una diatriba disparatada mantenida a través de una narrativa donde la ideología y los credos personales de cada individuo están supeditados a una voluntad superior inmisericordemente manipuladora. Detrás de las grandes frases, las grandes ideas, Centroamérica aparece como un Gran Guiñol cínico y despiadado del cual somos testigos de un último acto. Un desenlace macabro a la altura de sus desagradables titiriteros.
Vida en tiempo de guerra es morosa, tiende a perderse en tiempos muertos o descripciones hermosas aunque un tanto reiterativas. Sin embargo Shepard acierta a rescatarla de la zona gris página a página. Los guiños cyberpunk sobre la integración entre tecnología y ser humano y el uso de drogas; los detalles imaginativos y repletos de humor negro como el artista que utiliza escenarios de guerra como materia prima de su arte y los marchantes que gastan millonadas para conseguir sus “representaciones”, o la presencia de un demiurgo que Se hace pasar por un dios parlante a través de una máquina; la importancia de las historias dentro de la historia no sólo como fuente de conocimiento del entorno y cada personaje sino como fuente de revelación de los aspectos más oscuros de la propia narración como esta de la página 130
La primera narración de The Fictive Boarding House hablaba de dos familias que llevaban años peleándose por la posesión de una flor mágica. Mingolla perdió interés al llegar a la mitad, encontrando que era demasiado recargado y manierismo, y llegando a la conclusión de que todos los miembros de las familias eran unos cretinos completos. No obstante, el cuento que daba título al volumen le había llamado la atención. Contaba con detalle un extraño contrato que habían hecho un escritor y los huéspedes de una pensión situada en un arrabal sudamericano. El autor se había ofrecido a educar a los hijos de los huéspedes, a garantizarles unas vidas cómodas, y a cambio los huéspedes pasarían el resto de sus vidas interpretando una historia escrita por el autor, una narración a la que iría añadiendo cosas año tras año, incorporando aquellos acontecimientos sobre los que no tenía control alguno. Al estar en una situación muy apurada, los huéspedes aceptaban la oferta, y aunque de vez en cuando protestaban y querían resolver el contrato, poco a poco sus deseos y esperanzas individuales se veían superados, subsidios en los temas que aparecían en la narración. Como resultado sus vidas habían cobrado un significado casi mítico, sus muertes llegaban a ser epifanías apasionadas. Solamente el autor, cuya salud había empeorado notablemente por haber consumido la energía necesaria en haber escrito aquellas vidas, que había concebido todo aquel proyecto como un capricho y que sin embargo lo había llevado al término como si se tratase de una obra de caridad trascendental, solamente él había tenido una vida normal y una extinción ignominiosa.
Todo ello me ha llevado a disfrutar del reencuentro con un autor al que, salvo algún relato aislado, hacía 20 años que no leía. Y a reafirmarme en la idea de que es de los que vale.
Vida en tiempo de guerra, de Lucius Shepard (Júcar, Col. Etiqueta Rota nº16, 1989)
Life During Wartime (1987)
Trad. Santiago I. Corujedo
471 pp. Rústica.
Ficha en la Tercera Fundación
Una sensación rara. Empecé a leerlo tras ver que lo habías reseñado y conseguirlo de segunda mano. He estado perdido durante las casi 500 páginas de letra apretada casi sin diálogos que den respiro. Interesante, pero difícil de recomendar. Aún así me deja un buen recuerdo.