Estos tiempos de crisis económica, incertidumbre ante el agotamiento de recursos naturales y pérdida de esperanza ante la idea del progreso en todas sus vertientes son el caldo de cultivo perfecto para cierto tipo de ficciones. Ahí está, por ejemplo, el auge de la narración postapocalíptica de la mano de la ya larga epidemia de novelas zombies, los colapsos socioecológicos de Bacigalupi o los relatos de supervivencia después del colapso a lo Cenital. Incluso historias catastróficas tan ajenas a nuestra actualidad, caso del diluvio universal en la película Noe, terminan incorporando un toque admonitorio a través de una serie de escenas que, analizadas en clave de presente, inciden en la fragilidad de ese débil barniz que llamamos civilización. En contraste, junto a estas historias con una mayor o menor desesperanza, están floreciendo toda una serie de obras menos preocupados por el presente y construidas desde la nostalgia de la novela de aventuras clásica. Un género que, mas allá de ejemplos anecdóticos, no tengo claro se cultivara en España antes de los bolsilibros. Esta exaltación de la ficción retro bien se entrega al homenaje por el homenaje en clave anglófila, caso del ciclo de novelas de Félix J. Palma que comienza con El mapa del tiempo, bien traslada a nuestro entorno elementos tomados de otras literaturas, caso de la vibrante La isla de Bowen de César Mallorquí, relatos a lo La Liga de los Hombres Extraordinarios como “Las muchas hazañas de la brigada 13” de José María Faraldo o esta El hombre sin rostro, de Luis Manuel Ruiz, una novela de misterio con fuertes trazas de literatura popular.
Madrid, finales de la primera década del siglo XX. Alguien está matando a insignes científicos españoles y solo un periodista, Elías Arce, parece haberse dado cuenta de ello. Bueno, más que periodista, joven aspirante a redactor de El Planeta. Un voluntarioso don nadie venido de provincias que, a base de esfuerzo, tesón y dar la brasa, ha logrado un puesto para el que no está tan preparado como le gusta creer. El caso alrededor de esos asesinatos parece ser la oportunidad perfecta para dar la campanada y seguir creciendo dentro de la redacción, aunque el asunto resulta mucho más complejo de lo que había imaginado. Por el camino se le unen el científico más brillante del país, Salomón Fo, su hija Irene, el motivo amoroso que no podía faltar en la historia, y su criado Orlok, un supuesto vampiro que promete mucho más de lo que realmente ofrece. Todos ellos obligados a desentrañar la amenaza de un ser misterioso capaz alterar su aspecto a voluntad.
La trama que se despliega a partir de estos mimbres es de lo más convencional. Tal y como está trazada, con elementos presentados pero sin desarrollo posterior, apunta a ser el volumen de presentación de un posible serial. La puesta de largo de una propuesta de escenario y personajes que promete alcanzar su máxima expresión en posteriores aventuras. Y como tal, funciona razonablemente bien.
Se dedica un espacio sustancial a presentar al protagonista central, Arce, cuya introducción está integrada en la primera mitad de la novela. El resto de personajes apenas quedan bosquejados, pero tampoco se echa en falta un mayor desarrollo; lo importante es el caso, la sucesión de muertes, la explicación de la naturaleza del asesino, la resolución del misterio sobre su identidad. Todo muy lineal y estereotipado, con sus escenas de persecución, sus (escasas) revelaciones bien delimitadas, alguna que otra trampa no demasiado molesta… Todo bien atado y, por qué no reconocerlo, de escaso octanaje.
En un mercado editorial tan sobrecargado, donde las historias de aventuras suelen jugar bazas más potentes, El hombre sin rostro realiza una apuesta a la contra de los tiempos. Su villano, el misterio, los escenarios a donde conduce la trama, las gracietas en las que se recrea Ruiz para resaltar el tono alegre y un tanto intrascendente de la narración, son de pequeña magnitud. Pero en esa dimensión está también su principal virtud frente a muchos novelones de 600 o 700 páginas con serios problemas de ritmo, hinchados más de la cuenta, y con una estructura narrativa que a ratos parece una mera acumulación de referencias. El hombre sin rostro depara una lectura certera, uniforme y para nada exenta de encanto.
Mención aparte merece el estilo marcado por Ruiz, muy apropiado tanto para su protagonista como la época en la cual enclava la novela. Ampuloso y fatuo, muy dado a recrearse en unas descripciones que funcionan mejor que los pasajes de acción y con buena mano para al humor blanco e inocente; de golpes, confusiones de identidad y dosis de screwball comedy.
Como creo que ha quedado claro, El hombre sin rostro me ha sabido a poco. Pero si hay una próxima entrega y acierta a tocar una historia de mayor alcance o más alambicada, seguramente vuelva a este mundo.
El hombre sin rostro (Salto de página, Colección púrpura nº55, 2014)
Rústica. 224 pp. 16.90 €
Ficha en La web de la editorial