Antisolar, de Emilio Bueso

Para muchos de sus lectores y unos cuantos críticos, los textos de Emilio Bueso producen el mismo efecto que un puñetazo en el estómago, un directo al hígado o un gancho a la mandíbula. Con estas frases lo reflejan en sus opiniones y reseñas. Para sus incondicionales, las historias de Bueso son revolucionarias, inesperadas idas de olla, una puta locura; leerlas, dicen, es apostarse el pellejo, jugar a la ruleta rusa y exponerse a una literatura nunca vista. ¿Por qué los libros de Bueso parecen afectar a sus adeptos hasta, por decirlo de algún modo, reventarles la patata? Gran parte de ese efecto, tan contundente como viral, habría que apuntárselo a la imagen que el propio escritor ha ido potenciando en sus discursos, pero la simple propagación por simpatía no es suficiente de por sí para provocar semejante emoción en tal número de personas. Hay algo más, y a poco que se fije, un lector atento podrá encontrar la explicación acudiendo al foco de origen, en novelas como Cenital, Esta noche arderá el cielo o la muy publicitada Transcrepuscular; y de forma más evidente aún, en Antisolar, su continuación. El secreto a voces reside, precisamente, en eso mismo, en la voz narrativa, de la que hablaré al final, después de referirme a una obviedad y acometer un breve análisis.

En una serie lineal como ésta, siempre es más complicado para el critico elaborar un texto largo sobre las continuaciones que sobre el libro que la originó. La materia de la que hablar se reduce, puesto que el escenario, los personajes y la trama ya fueron presentados en el libro anterior y tratados por el reseñador en el análisis que éste dedicó al primer volumen. Le queda entonces, para no repetirse, limitar el estudio a las novedades y a la evolución de lo ya planteado, a valorar cómo se desarrolla lo que quedó en el aire. Para el escritor la restricción es parecida. Sí, ya tiene “hecha” una gran parte del trabajo, pero eso, precisamente, coloca en primer plano su capacidad imaginativa, su pericia para introducir elementos originales que se integren bien con lo anterior y consolidar y hacer avanzar la trama principal mediante un correcto desarrollo de las distintas subtramas, sean estas heredadas o nuevas. El director de cine Juan Antonio Bayona, que acaba de estrenar con éxito Jurassic World 2, decía, hace unos días: “…hay algo gratificante en estas continuaciones y es que en estos episodios es cuando la historia se vuelve más compleja. Es el nudo de la historia. Coges las repercusiones de la parte inicial y las llevas de la forma más compleja posible a la tercera”. Y sin romper la coherencia con el mundo preestablecido, o al menos con cierta continuidad en la historia, apuntaría yo.

En los volúmenes intermedios de una serie, el lector espera que se dé una cierta evolución en la historia sin que cambie del todo el fondo que le sedujo en la primera entrega. Es decir, busca esa complejización y función de puente a la que se refiere el realizador español; tanto la confirmación de los valores que le gustaron en la primera parte como el crecimiento de aquello que los conforman: el escenario, las subtramas, los personajes e incluso el mensaje, que no siempre existe. ¿Qué hay de eso en Antisolar? Digamos que el relato de aventuras se mantiene, que los personajes evolucionan un poco, que las nuevas localizaciones fascinan por igual, que hay menos profundidad de contenido, que se añade poca información a la trama principal y, sobre todo, que la voz del narrador agudiza su presencia.

Emilio BuesoLa narración transcurre en el mismo planeta, pero bajo una fenomenología climática diferente. Recordemos que, al tener acoplamiento de marea, el astro en el que tiene lugar la acción se divide en tres regiones sometidas a un clima marcadamente distinto. Los protagonistas se han trasladado desde el terminador, el tibio círculo crepuscular por el que discurrió la primera parte, a la cara oculta del planeta, que, al no recibir nunca la luz de su estrella, está sometido a una perpetua oscuridad y bajas temperaturas. En Antisolar, la sensación de viaje es inferior a la que se obtenía en la primera parte. En realidad, los protagonistas visitan tres puntos específicos del hemisferio nocturno y acaban realizando un trayecto submarino hacia el lado iluminado del planeta en el que, se supone, acontecerá la tercera y última parte de la serie. Una ciudad futurista deshabitada, un pecio varado en tierra y una fortaleza ubicada en el fondo de una gigantesca grieta son los tres lugares que los protagonistas compartirán con el lector y en los que intentarán sobrevivir a diversos encuentros peligrosos y continuar viaje.

Es precisamente en esa especie de castillo medieval, cuyos días y noches se rigen por la luz que emiten los moluscos encastrados en las paredes del abismo, donde Antisolar vuelve a parafrasear al género de fantasía de manera clara. Aunque la presencia de ese subgénero sea menor en esta segunda novela, todavía subsiste en cierta parte de la narración y, especialmente, en este tramo del libro, en el que las imágenes de castillos, monjes y dragones sugieren fantasía. No lo hacen desde el contenido, que las explica ajustándose a la trama de ciencia ficción, pero sí desde su apariencia. La conjugación de ambas ramas del fantástico, presente también en esta continuación, confirma una ambición de mixtura genérica en la serie, al menos en cuanto al aspecto o la estética. En cuanto al fondo no hay tal cosa. No se da una profundización en la fantasía, pero tampoco en la ciencia ficción. Es todo fisonomía. Pasajes que podrían despertar el sentido de la maravilla, por ejemplo, no explotan ese logro. El desinterés por la profundización en las claves del género se evidencia también en la parquedad con la que este volumen trata el posible componente de hard sf, la rapidez con la que se desprende de cualquier posible duda que la dinámica astral dejara planteada en Transcrepuscular. Como quien retira un molesto moscón con la mano, el asunto de las noches y los días, que deberían ser imperceptibles en la zona crepuscular de un planeta acoplado a su estrella pero aparecen con regularidad y de forma notoria en la anterior novela, queda explicado en estas dos líneas de diálogo:

—Sol. Sol Siete. ¿Sabes que un mediodía del Círculo son siete anochecidas rápidas seguidas?

—Las nutaciones de Jiangnu. Siete basculaciones periódicas y… Sun Qi. El nombre te va que ni pintado.

Esta frugalidad en lo científico no concuerda con la exhaustiva documentación que el autor dijo haber manejado, pero la maniobra es la más sensata, la habitual con la que un escritor libera a un libro de improductivas obligaciones, el mensaje de que esto no es ciencia ficción dura y que, por lo tanto, el lector no tiene por qué buscarla. En realidad, esta novela, junto con la anterior y, presumo, la que cerrará el ciclo, al margen de su ambición intergenérica—o quizás ayudadas por ella—, conforman un conjunto de literatura que puede ser calificada sin riesgo como pulp (o biopulp, para quien anhele la etiqueta molona), más emparentada con las desinhibidas aventuras planetarias de los años 30 del pasado siglo que con la fantasía y la cf actuales. La frivolidad, el humor y el exotismo del pulp, así como su lenguaje coloquial, están presentes en el libro de Bueso. Hay acción, sexo y fauna exótica. Se da, incluso, un cierto componente adolescente propio de esa etiqueta, señalado por las menciones a la juventud del Trapo o al comportamiento poco adulto del enamorado Alguacil. Pero es, sobre todo, en el estilo literario ligero y en el espíritu de aventura que gobierna esta serie donde estos dos libros se acercan ineludiblemente a aquellas historias sin complejos de hace casi cien años.

Y es que, más allá de la voz peculiar y de algunos tratamientos extravagantes, el principal valor de esta novela es su afán imaginativo, tanto en lo individual como en lo referente al escenario, aunque sean las imágenes en sí mismas y no la retórica para describirlas lo que marca su interés. Ni la oscuridad eterna del paisaje ni el frío dominante transmiten todo el efecto que debieran, pues la voz narrativa y el estilo están puestos principalmente al servicio de la interacción entre los personajes y de las descripciones de los extraños organismos autóctonos, los imaginativos moluscos y (ahora también) crustáceos simbióticos o parasitarios. El texto no suele gastar palabras de más en el desarrollo del escenario, pero las imágenes son potentes. Las tres localizaciones en las que transcurre la acción dejan huella en la lectura, y el viaje submarino final ofrece buenos instantes: el paseo por las calles semi vacías de una ciudad altamente tecnificada en la que la publicidad te asalta a lo Mercaderes del espacio; bestias colosales que se enfundan pecios como si fueran camisas; pequeñas luces vivas que, desde las paredes de una fosa abismal, marcan los amaneceres y atardeceres para los habitantes de una fortaleza ignota. Y, entre estos parajes nocturnos, viajes aéreos a través de vientos majestuosos y trayectos subacuáticos bajo la corteza planetaria, ocultos a las acechantes legiones de monstruos marinos. Una imaginería ingeniosa, localizaciones fascinantes y dispersos momentos de acción ponen a prueba, a lo largo del libro, la determinación de los atribulados personajes.

Antisolar

La expedición que llegó a las últimas páginas de Transcrepuscular pierde algún miembro de segundo orden por el camino y gana otros nuevos. Los principales siguen siendo el Alguacil, la Regidora, el Astrólogo y el Trapo. Se une a ellos Wing Melin, representante de los humanos que habitan el lado nocturno del planeta, miembros de una corporación llegada allí para explotar los recursos. Hay pequeños signos de crecimiento interior en los protagonistas, entrevistos principalmente en sus conversaciones. El Alguacil recibe un nombre, y también unos testículos, y se percibe una determinación y una madurez con las que no contaba antes; la Regidora tiene una epifanía y aborta a la criatura mestiza a la que gestaba, tras renegar de su fe; del Astrólogo es imposible saber nada, pues se pasa el libro convertido a la vez en arma temible y piltrafa parasitada, y el Trapo, de quien se informa que no es más que un crío dentro de su especie, se muestra aún más descreído y egoísta que antes.

Del resto de asuntos pendientes, poca cosa. No hay noticias del paralelismo apuntado entre sexo y simbiosis, que era una de las lecturas en segundo plano más interesantes en la anterior novela. Sí se puede interpretar, a la luz de los nuevos datos sumados a la trama central, que la simbiosis como motor evolutivo mencionada por la publicidad de Transcrepuscular (en cuyas páginas no aparecía sino en citas) puede estar referida a las especies autóctonas del planeta, que han llegado a su actual estado merced a una creciente fusión entre ellas, y no a los humanos. El presunto MacGuffin de la historia ha negado su irrelevancia original y desmentido su etiqueta: la reliquia de cristal robada que dio origen a la misión es, en realidad, un libro de gran importancia que se convierte en el principal instrumento de información tanto para la expedición como, a través de la traducción que realiza la humana Melin, para los propios lectores. A la trama principal se le han sumado datos que la han completado pero no ampliado, pues muchos de ellos, concernientes a qué está pasando en ese planeta y quiénes son los contendientes y su naturaleza, ya había sido sugerida entre líneas en el primer libro. En ese aspecto, Antisolar dedica más palabras a confirmar que a diversificar o aumentar una trama a la que le importan más las aventuras de los personajes que la historia de fondo o hacer llegar algún mensaje. Diversión, por tanto, remarcada por un peculiar modo narrativo que impregna todo el ejercicio de lectura hasta apoderarse de ella. ¿Cómo? Para explicarlo, retomo la cuestión con la que abrí la reseña: se trata de la voz narrativa, efectivamente, que al lego puede parecerle poco importante pero que es, en realidad, el puente de comunicación entre una obra y su lector, el primer elemento con el que se firma el pacto de ficción.

El lector habrá de decidir hasta qué punto es intencional y hasta dónde es impericia o desidia, pero lo de Emilio Bueso es un continuo desplante a la ortodoxia literaria. Y no hablo de su capacidad estilística, de su querencia por las frases cortas y los puntos y aparte o de pequeñas frivolidades estructurales como colocar las citas donde deberían ir los capítulos, es que no respeta muchas de las normas más básicas del narrador; utiliza una voz tan personal e intensa que podría calificarse como invasiva. El narrador en primera persona, en este caso localizado en la cabeza del Alguacil, se convierte a ratos en omnisciente. Se presenta ante el lector como una persona no muy culta, un soldado que sabe de lo suyo y se sorprende con el conocimiento de los miembros de otras profesiones mejor consideradas. Y sin embargo, suele conciliar el lenguaje soez y la ignorancia con el uso de una nomenclatura especializada. A veces en la misma frase. Así, en la página 79, por ejemplo, la voz interior del Alguacil cuenta que la expedición se encuentra con una zoea enorme (larva de crustáceo) y que mascaba algo con los maxilípedos (primer par de apéndices masticadores en la mandíbula de un crustáceo), pero también que se plantaba en el suelo con los diez brazos (patas) y que, después, se oía un tumulto de patas pétreas (de piedra) y metalizadas. Todo en la misma página. En la 113, el narrador no describe a grupos de monjes esparciendo agua bendita o incienso, sino a turiferarios agitando hisopos, y es el mismo que, en la página 122, refiere que “el simbionte se curraba las traducciones”, o que en la página 263 relata hacer “unos movimientos para distenderme y rematar la faena”. La voz de este narrador en primera persona es, con una alternancia absolutamente arbitraria, erudita e ignorante, coloquial y pomposa, y, como puede comprobarse en el último ejemplo, utiliza frases hechas (en el libro anterior, el personaje se quejaba de llevar una corona de espinas) cuyo origen parte de hechos no acontecidos en su historia y su planeta. Pero es que, además, su voz exterior, la que utiliza en sus diálogos, se expresa a veces con el mismo tono poligonero que el resto de personajes.

Porque esa es otra de las “curiosidades” del estilo Bueso. El deje macarra contenido en los diálogos no se circunscribe al Trapo, un personaje con una boca carabanchelera que lo convierte en el principal foco de humor—que hay mucho y bueno en esta obra— y en el preferido de los lectores. Todos los personajes, incluidos los que cuentan con posiciones sociales altas, se rinden, en un momento u otro, al uso de un lenguaje de barrio, sumamente coloquial, a veces incluso bajuno. La fina Regidora incluye un “caracol de tronío” en un diálogo de la página 171 sin despeinarse, e incluso la humana y sobria Wing Melin habla de “un fregado peor que el mío” en la página 127 y se lanza a fondo con un “regidora de caverna de pacotilla. Ahora eres mi puta” en la página 61. La minera Pico Ocho sólo habla de follar y el Trapo… el Trapo es un personaje que vive en el exabrupto continuo, en el país de lo soez. Todo en la voz del narrador sirve a un objetivo que se convierte en obsesión: la búsqueda de la autenticidad y el humor, en ambos casos desde un casticismo que rompe tanto con la realidad de lo narrado, en un lejano planeta de biología alocada, que te saca de la lectura continuamente.

Antisolar

Titular “Me cago en Dios” el capítulo 39, por mucho que la frase vaya, como en todos los demás, dentro del texto, es pura provocación al lector. Te ríes, sí, pero a la vez dices “joder, Emilio”. Hacer menciones al número 42 o que el Trapo suelte frases como “Pienso montar mi propia expedición con casinos y furcias” en la página 106 o “Tú eres Groot” en la página 167 dejará en la inopia a quien no conozca las referencias y, de nuevo, provocará la carcajada de quien lo lea, pero, y aquí está lo esencial, las risas no vendrán por los chistes, sino por el hecho de que estén donde no deberían estar y, por extensión, por quién los ha puesto ahí. Sí, luego se explica por qué es posible que el Trapo suelte esas frases (página 193), pero el hecho de que la explicación vaya después y no antes produce un efecto de incredulidad durante muchas páginas que acaba en otro “joder, Emilio”, exclamación que el lector va a repetir bastantes veces durante el libro.

Y el problema principal es ese, que el usar varios registros en la misma voz, hacer que el narrador y los personajes alternen vocabularios de distinto nivel, que suelten frases hechas de nuestra cultura en un mundo que no la conoce y que el tono coincida con el que expresa el autor en todas sus apariciones, crea una irreparable quiebra en el pacto de ficción de la obra con sus lectores, provocada por la identificación con la persona que la ha escrito. Quienes creen que el Trapo es el alter ego de Emilio Bueso se quedan cortos, porque Emilio Bueso es bastante más que eso, es nada menos que el narrador de la novela, lo cual se nota continuamente. Por eso tantos “joder, Emilio” durante la lectura. Por eso todos los textos ditirámbicos y los entusiastas de su trabajo exaltan la figura de Emilio Bueso primero, y su obra, si cabe, después, porque es Bueso quien, como si de un colega se tratase, les ha relatado su última ocurrencia. A los lectores canónicos, muy conscientes de que la primera ley de la narrativa enuncia que el narrador no es el autor, o que no debe haber intromisión exterior alguna en los diálogos de los personajes, Bueso les parece, por todo lo explicado, un mal escritor.

En mi caso, por pura pragmática, debido a que la ruptura de la norma me suele sacar de la lectura, me cuento entre los devotos de la ortodoxia. Sin embargo, me he vuelto a divertir con esta segunda parte como lo hice con la primera. A falta del libro que ha de concluirla, opino que la travesía de esta serie titulada “Los ojos bizcos del sol” debería ser acometida con el mismo afán de divertimento y poca exigencia que se emplea para leer las aventuras pulp escritas por Edgar Rice Burroughs, intercambiando a los Carter de Marte o Carson de Venus por los atolondrados personajes de El mago de oz. Y con la voz de El Drogas sonando en el móvil, si es posible.

Antisolar (Gigamesh, col. Novum, 2018)
Los ojos bizcos del sol (2 de 3)
Tapa Dura. 281 pp. 32 €
Ficha en La Tercera Fundación

Un comentario en «Antisolar, de Emilio Bueso»

  1. Me atrapó el “hype” y que me habían gustado las novelas anteriores de Emilio. Creo que no las voy a disfrutar y que además me he dejado una pasta (y la que queda por soltar) en algo que no lo merece completamente.

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