Sueño del Fevre, de George R. R. Martin

Sueño del FevreSueño del Fevre es una novela de George R. R. Martin antes de convertirse en GRRM, el autor de Canción de hielo y fuego, padre putativo de la celebérrima, espectacular y archiconocida serie de televisión Juego de tronos. Se trata de una de sus primeras novelas, y supone una incursión en el trabajoso y arduo género del vampirismo. Fue publicada inicialmente en 1982, y ha sido reeditada hace unas semanas por Gigamesh en su colección Omnium.

Hay géneros sobre los que cabría la tentación de afirmar que todo está dicho ya, si semejante estupidez se pudiera decir en ficción. En Sumer ya existían vampiros. La sangre es la vida, dice la ley mosaica. De todos los fluidos corporales estigmatizados por el tabú y guardados por un código de conducta que se erige para salvaguardar la civilización, la sangre es uno de los más cargados de simbolismo.

El vampiro moderno salta de la literatura al cine, convirtiéndose así en un mito de la modernidad para la nueva sociedad de masas que consume entretenimiento y estremecimiento en películas, cómics y novelas. La lista de los que han coqueteado con el no-muerto es inacabable. Lovecraft tocó el tema en varias de sus obras, y Richard Matheson imaginó un gran triunfo vampírico en Soy leyenda (1954). Stephen King lo abordó en El misterio de Salem’s Lot, y Anne Rice lo renovó con Entrevista con el vampiro (1969). El ansia (1981), de Whitley Strieber, concibió a los vampiros como una raza paralela a la humana, a la cual parasita. Los ejemplos en la literatura y el cine son incontables, y en 2005 el tema pareció haber tocado fondo con las ñoñas aventuras de las criaturas de Stephanie Meyer en la saga Crepúsculo.

Es por ello que el género aparece particularmente manoseado hoy en día, cuando ha pasado por los filtros de la llamada baja cultura, la cinematografía de serie B, la novela pulp y el folletín, y ha sido rescatado y vuelto a filtrar para resurgir, cada tanto tiempo, como una próspera moda que trasciende los límites de la ficción y se arrastra por la periferia de la realidad, con gente que declara que bebe sangre humana de verdad. Como todos los géneros, responde a su propia lógica y limitaciones, quedando confinado a una serie de elementos que se convierten en el tejido folklórico del mismo, y que es lo que se espera encontrar cuando se aborda su lectura. Para el lector, es tranquilizador saber que en el género de zombies o el de fantasmas va a hallar los mismos familiares aspectos una y otra vez. Para el autor, el reto tal vez resida en darle otra vuelta de tuerca, en encontrar un giro diferente, una nueva situación, reparar en lo que nadie ha reparado antes que él, y así contribuir a una tradición vampírica literaria de celebrar los hallazgos pasados reelaborándolos o negándolos.

Fevre DreamLos vampiros modernos son normalmente más fuertes, guapos y seductores que los humanos, de los cuales se alimentan (no así sus ancestros, las criaturas nacidas en el folklore de Europa del Este, que los representa como seres repugnantes). Pueden vivir eternamente, siempre y cuando no se les atraviese el corazón con una estaca, se les decapite o ambas cosas. Como herencia de antiguas supersticiones orientales, les rodea una rica casuística folklórica: no se reflejan en los espejos, no pueden entrar en un domicilio sin ser invitados, no pueden cruzar una corriente de agua, no soportan el ajo, los crucifijos ni el agua bendita. Además, sus hábitos son nocturnos y la luz del sol puede matarlos.

La literatura de vampiros, especialmente fructífera durante el Romanticismo, produjo el primer molde al que debían plegarse futuras contribuciones. A partir de ahí, se sucedieron los escabrosos affaires con este ser sobrenatural, cuyo sex appeal se fraguó a la sombra del encanto real del dandy disoluto Lord Byron. En la famosa Villa Diodati donde se alumbraría también el mito de Frankenstein, Lord Byron deja inacabada una historia que completará su secretario y biógrafo, el malogrado John William Polidori. En El vampiro (1819) se traza el arquetipo de aristócrata decadente, maléfico y nocturno, rara avis sobre el que aletea una cierta insinuación homoerótica que ha sido otra de las claves de este personaje al margen de las convenciones sociales. Varney el vampiro, el penny dreadful de éxito en Inglaterra allá por 1845, será solo un avance de los melodramas vampíricos de Charles Nodier, y para entonces ya se había producido un contagio a nivel de epidemia en el continente, desde Maupassant a E.T.A. Hoffmann y a Gogol, que junto con la famosa Carmilla de Sheridan Le Fanu (1872), pondrán las bases para el nacimiento del más famoso de los vampiros: Drácula de Bram Stoker.

Sueño del Fevre recoge el testigo de este vampiro distinguido, con referencia a Lord Byron y a Percy B. Shelley incluida, y compone un retrato bastante digno en una ambientación no menos romántica en los estados del Sur de EE.UU., y en particular en Nueva Orleans, que por alguna razón es terreno abonado para que prospere el nosferatu.

Abner Marsh es el arruinado propietario de la Compañía de Paquebotes Río Fevre. Hombre aparentemente huraño, pero sincero y de buen corazón, recibe la generosa propuesta de un misterioso empresario, Joshua York, dispuesto a reflotar su maltrecha compañía de vapores. Siempre y cuando se atenga a las sucintas condiciones del inversor de no entrometerse en sus hábitos nocturnos ni ser molestado con preguntas, por excéntricas que a Marsh le resulten sus costumbres. Como fuere que York se las apaña para avivar la secreta pasión del capitán (poseer un carguero lo suficientemente veloz para competir con la joya del río, el Eclipse), Abner acepta, dando así por comenzada la historia de una amistad inquebrantable entre los dos hombres.

George R. R. Martin

Amistad que, sin embargo, tendrá que soportar diversas pruebas, empezando por la constatación, cada vez más plausible, de la naturaleza vampírica de su amigo. Aquí los vampiros aparecen, sin embargo, obedeciendo solo parcialmente a ciertos tópicos del género, y abrazando la idea de una raza superior y paralela a la humana, de reproducción especialmente dificultosa, a la que un mesiánico York viene a ofrecer una salvación a la terrible sed roja, el ansia de sangre humana que se apodera de ellos inexorablemente y que impide la hermandad entre especies. Frente a este vampiro bueno, que desea una reconciliación con los humanos, se alza una cuadrilla de vampiros capitaneada por Damon Julian, un antiquísimo y cruel vampiro que ha hecho de su instinto depredador su carta de naturaleza, que no reconoce más dueño que la fuerza y que considera a los humanos simple y primitivo ganado al que explotar.

De esta forma, el autor traslada el enfrentamiento a una clásica dinámica de lucha entre el bien y el mal. Buen conocedor de su oficio, Martin compone situaciones y personajes con ritmo seguro y astucia narrativa. Las primeras cien páginas se leen en un vuelo, distribuyendo con sabiduría las tretas que conforman el evangelio del page-turner para engancharte al próximo acontecimiento.

Sin embargo, a eso de la mitad la acción decae un tanto, debido a que, en mi opinión, la fuerza y la debilidad de la novela descansa mayormente en sus personajes, que son los que hacen avanzar la trama. En un exceso de peso sobre el bueno de Marsh, que tiene que salvar con su fuerte personalidad la falta de carisma de que adolece en general el sector vampírico. York parece un héroe un tanto deslucido, y sus alegatos pro-humanidad y su tendencia al martirio en favor de los humanos resultan algo incongruentes en el contexto del Sur esclavista y canalla. Por su parte, su antagonista Damon Julian no sale mejor parado. Compone un malo de manual, el tipo de pervertido aristócrata al que los placeres y cacerías nocturnas han dejado agotado a lo largo de los siglos. Con todo, es más coherente que York, que se empeña en ir en contra de su naturaleza predadora. Pero ninguno de los dos escapa a la larga sombra del estereotipo literario: el bueno algo tonto y confiado y el malo supermalo. Más interés tienen, en cambio, los personajes secundarios que afianzan la novela en el sudoroso ambiente de las calderas de los barcos a vapor y las calles sin asfaltar de la tumultuosa Nueva Orleans. De entre estos, sobresale especialmente el retorcido y mal encarado Billy Vinagre, el servicial esbirro de Damon Julian dispuesto a todo por convertirse en amo, uno de esos personajes que producen indignación en el lector por su despreocupada maldad. En cuanto a los personajes femeninos, no hay ninguno de especial consideración. El más significativo, la –faltaría más– bellísima y hermosísima y preciosísima vampira de ojos violeta Valerie está puesta ahí más como simple ítem para testar la amistad entre los dos hombres que para otra cosa (ofreciéndose al feo y viejo capitán que, por supuesto, se las apaña para rechazar sus encantos), además de oficiar como mártir de la causa de su amado, como no podría ser menos, y en ese sentido su personaje es tan insustancial como plano.

George R. R. MartinY es que, en efecto, ésta es una novela sobre la amistad entre dos hombres. Pero, al encontrarse algo desequilibrada por la parte vampírica, quizá porque al tener que atender simultáneamente a su personalidad particular y a las convenciones del género (que, incluso aunque se intenten refutar o contradecir, no pasan de ser otro ornato en la larga lista de características del no-muerto), termina por resultar algo previsible y estereotipada, y es ahí cuando la novela alcanza decididamente la condición de novela juvenil. Los dilemas morales dejan de ser tales cuando solo un camino parece el adecuado a seguir. La relatividad de que son capaces los adultos se extingue ante la excesiva simplificación del conflicto a medida que Marsh, con su integridad insobornable y su fidelidad de perro, no encuentra un interlocutor a su altura en el invariablemente bueno York, y tampoco en el archimalvado de manual Damon Julian, que cumple formulariamente con todos los requisitos del perverso de turno, incluyendo el inevitable sacrificio de un tierno infante.

No obstante, todo ello compone una obra interesante y bien escrita, aunque predecible en ocasiones, y algo decepcionante en su desarrollo. Cabe destacar, sin embargo, el virtuoso pulso con que se nos arrastra a un mundo crepuscular, el de los cargueros a vapor que surcan melancólica y majestuosamente el Mississippi. El autor se ha documentado exhaustivamente para retratar este universo turbulento en el que la máquina de vapor domina aún el sector de los transportes. Un mundo esclavista, terrible y cruel, en el que el vampiro explota al hombre y el hombre se explota a sí mismo. Se retrata al esclavo como una bestia de carga que se explota y se vende sin el menor reparo, al tiempo que York afea a sus hermanos vampiros que utilicen a los humanos como ganado y mera presa. Sobre este Sur populoso, lleno de vida y de crueldad, se cierne la larga sombra de una tragedia inminente: la guerra fratricida, pero también la decadencia y el olvido. Todos esos hermosos barcos a vapor van a desvanecerse, y con ellos los hombres que los mueven y atienden, los pilotos y capitanes de las naves. La novela, al margen de su componente fantástico, queda como un testimonio de un mundo agonizante y frágil que está a punto de desaparecer para siempre engullido por la historia, y es en su ambientación y en el sabor que emana a algo pasado donde descansa su belleza.

Sueño del Fevre (Gigamesh, col. Omnium nº13, 2017)
Fevre Dream (1982)
Traducción: Cristina Macía
Rústica. 368pp. 7 €
Ficha en la web de La tercera fundación

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