Me contaron en una ocasión que Miguel Sebastián, el que fuera asesor económico y ministro de Industria con el gobierno Zapatero, hizo su tesis doctoral sobre la insostenibilidad del sistema de pensiones en España y la necesidad de derivarlas a empresas privadas. Refiero el dato porque su fuente era del todo fiable, si bien admito que no puedo confirmarla con algún enlace, que no he encontrado. Además, la tradición de eminentes miembros de gobiernos socialistas de corazón libremercadista es sólida y contrastada: desde Miguel Boyer hasta Elena Salgado, pasando por aquel Carlos Solchaga que dijo que era muy fácil hacerse rico y lo demostró usando en su momento una estupenda puerta giratoria.
La cuestión tiene un significado profundo: en realidad, el neoconsevadurismo ha conseguido convencer a la socialdemocracia de que no es una metodología política viable (el comunismo ya se encargó de lo suyo él solito). El formidable rearme ideológico de la derecha en la era Reagan-Thatcher, prolongado con el hostigamiento continuo de la Alt-Right de las últimas décadas, hizo que la socialdemocracia cayera en el error de aceptar a escondidas unas reglas de juego que nos han gobernado hasta hoy, y que no le son propias. Yo he hablado personalmente en más de una ocasión con distinguidas personalidades supuestamente de izquierdas que me han transmitido la sensación de que ellos sí quieren ayudar a los desfavorecidos, promover la igualdad social etcétera, pero claro, es que no se puede, no es sostenible.
Como ya comenté en mi largo ensayo anterior, al final consiguieron impregnarnos con la idea de que el fin del capitalismo actual (no del capitalismo en sí, sino de esta versión trucada e insensata en la que llevamos ya unas décadas viviendo) es el fin de la civilización, algo en lo que incide Slavoj Zizek en un libro que acaba de publicar en inglés y del que igual hablo otro rato.
La idea de retocar las reglas del juego se les plantea a ese tipo de personas de pseudo izquierdas, que se han adscrito al ideario del Partido Demócrata estadounidense para abandonar el progresismo real, como un imposible absoluto porque haría bajar la Bolsa, sería obstaculizado por Bruselas, condenaría a nuestros descendientes a un déficit eterno o cualquiera de las excusas habituales, que a poco que arañemos un poco tienen un denominador común: esos cambios alterarían los beneficios de alguien, podrían conducir a socializar tanto ganancias como pérdidas.
El hecho es que todos hemos comprado en mayor o menor medida ese discurso. Soy el primero que se ha intranquilizado sobre su propio futuro al ver caídas en los mercados, pese a que quizá le diera mis ahorros al Bananillo o los Mindolos antes que meterlos en Bolsa. Y también se ha alterado con todo ello nuestra visión del futuro, o de posibles alternativas especulativas consecuentes con el mundo que vivimos, como las planteadas por la literatura prospectiva.
Ya hablé en su momento aquí de cómo El ministerio del tiempo, una serie tan jaleada y con incuestionables aciertos (aunque su factura me parezca deficiente), contiene en el fondo un mensaje ideológico bastante repelente, conformista de la peor especie. Vengo a hablar ahora en este mismo sentido de El hoyo, disponible en Netflix, ganadora del último festival de Sitges, que creo que para muchas personas va a pasar en el recuerdo como «la película del coronavirus», y que ha llegado a ser el contenido más visto de la plataforma incluso en Estados Unidos en determinados días.
Lo primero que debo decir es que hay una diferencia importante con El ministerio del tiempo para mí: El hoyo es excelente. Un peliculón. Decir que es el mejor filme español de ciencia ficción de la historia (bueno, si es ciencia ficción, pero aceptemos pulpo como animal de compañía a efectos de seguir adelante) me parece una obviedad; creo más bien que es candidata a estar entre las quizá veinte mejores del género en lo que va de siglo a nivel mundial. Sin embargo…
Ahora viene mi razonamiento, que sólo podrá ser seguido por quienes hayan visto la película. Quienes no, no me importan desde aquí a la hora de seguir con este texto, porque quedan avisados de que no deberían seguir leyendo si quieren disfrutar plenamente la película, cosa que vale muchísimo la pena.
En una primera lectura, El hoyo se desarrolla en un escenario que puede entenderse como una parábola del capitalismo más cruel. Hay unos recursos limitados y quienes por suerte están en la cima del edificio durante un mes tienen acceso a ellos, ya que diariamente baja por el hueco que comunica los pisos una bandeja repleta de comida que permanece unos minutos en cada nivel. Para los de abajo queda progresivamente menos; ni siquiera conocemos inicialmente la profundidad del infierno, donde cabe sospechar que no llegará nada. El protagonista, Goreng, llega al hoyo al comienzo de la película en una planta que luego sabremos relativamente acomodada, donde todavía aparecen sobras más o menos comestibles, y ve al principio con repugnancia como su compañero de estancia, Trimagasi, las devora. Trimagasi está totalmente adaptado a las circunstancias: es un padefo, un obrero de derechas de Fuenlabrada, ocasionalmente entrañable, pero superviviente antes que cualquier otra cosa.
En ningún momento tendremos referencias ciertas sobre la razón de que estas personas estén confinadas ahí; la situación recuerda muy obviamente a Esperando a Godot más que a Cube, por citar dos referencias repetidas en los comentarios que he leído sobre la película. Sí sabremos que quienes entran allí, por seis meses, son voluntarios que pretenden conseguir algún tipo de convalidación social o académica por sobrevivir a la experiencia. Sin embargo, y este dato es decisivo, conoceremos a una burócrata responsable del lugar que decidió entrar en él, porque desconocía su verdadera naturaleza. Su presencia es especialmente descorazonadora: es la miembro fiel del sistema que, a las bravas, descubre su verdadero rostro. Quienes buscan esa convalidación, por tanto, no saben el precio que tendrán que pagar por ella cuando la solicitan.
El comportamiento de quienes están en el lugar, que pueden hablarse de piso a piso por el mismo agujero por el que baja la comida, es casi indefectiblemente egoísta, despiadado y repulsivo. Goreng, como buen protagonista de distopía, será quien intente capitanear una rebelión cuando comprende más o menos la naturaleza del lugar, y como buen protagonista de distopía fracasará en el intento. El sistema está más allá de sus limitadas capacidades, por buenas que sean su voluntad y sus razones.
Todo ello se cuenta con notable habilidad narrativa por parte del director novel Galder Gaztelu-Urrutia, apoyado en interpretaciones casi siempre excelentes, y una economía de recursos (ojo, que no pobreza: la película nunca da una impresión barata) que potencia la credibilidad de la historia. Por ello, tal vez, mientras la vi con horror y sorpresa, absorto por la trama y los demoledores giros que plantea, no caí en la reflexión necesaria para darme cuenta de que el escenario propuesto no tiene pies ni cabeza.
No hay propósito alguno que quepa intuir en esa carísima construcción y en el no menos caro mantenimiento necesario. No es un programa de televisión, no hay posibles ingresos por ahí. La selección del personal que sobreviva a los seis meses de esa experiencia nos dará como resultado a psicópatas caníbales, por definirles de una manera sencilla. Por mucho que queramos pensar que es un tipo de personaje que reclama el sistema como su ideal para dirigir fondos buitres o darle un alto cargo en la Comunidad de Madrid, en realidad los psicópatas caníbales intuyo que deben de tratarse de gente poco manejable y de escasa fiabilidad, sobrecualificados en vileza incluso para esos puestos que en tantas ocasiones desempeñan miserables.
El hoyo es simplemente una parábola, y como tal hay que aceptarla sin exigirle verosimilitud: cuando los seres humanos se ven arriba, no les importan los que están abajo. Cuando están abajo, harán lo posible para sobrevivir. Ah, cruel sistema. ¿No es como el capitalismo?
Jorge Bustos es el ínclito jefe de opinión del diario El Mundo, el hombre que en su medio albergó primero la idea de que el coronavirus era una cosa de chinos, luego algo que se estaba inflando, después un problemón ante lo que el gobierno no había tomado suficientes medidas, más tarde la excusa con la que el gobierno había tomado demasiadas medidas como la panda de rojos intervencionistas que son, y cuando estas líneas sean publicadas quién sabe ya por dónde andará. Todo ello sin mutar el gesto en las tertulias, por supuesto, siempre el del prepotente que sí que sabe lo que realmente pasa, la peor especie de personaje perjudicial: el que se cree listo y no se da cuenta de que es un tonto útil y tal vez ni siquiera repara en que va cambiando de opinión según la conveniencia de sus amos. Bueno, al fin y al cabo no hace más que seguir la tradición del medio que fue hogar de los conspiranoicos del 11-M. But I digress…
El caso es que Bustos salió en Twitter a señalar que la película está entretenida, pero que es el tipo de producto anticapitalista del gusto del marxismo subvencionador imperante. De hecho, esa ha sido la lectura general, también desde posiciones progresistas: ah, horrible estructura social la nuestra, desenmascarada una vez más al mostrarla sin ropajes, en una alegoría desnuda. El problema es que, una vez se reflexiona sobre ella, El hoyo peca del problema del que hablaba al comienzo: es una película de izquierdas que compra los argumentos fundamentales de la derecha. En particular hay dos muy reveladores que paso a detallar.
El primero es que la esencia de la historia es homo homini lupus. Desde los tiempos de Thomas Hobbes, esta idea (que se impone en contextos de dificultades) es uno de los fundamentos de la cosmovisión conservadora. Es necesario controlar a las masas, porque ellas mismas son brutas y tienden al caos. No puede salir nada bueno de forma intrínseca del ser humano, por lo que es preferible que una meritocracia (y si es hereditaria todo se hace mucho más fácil) dirija el camino. Cuando das pasteles a los pobres, lo que van a hacer es pisotearlos, porque no tienen ni paladar para disfrutar de su sabor. La izquierda, a priori y con trazos gruesos, es en cambio rousseauniana: cree que es posible un mundo más justo porque el hombre es bueno por naturaleza, y bastaría un entorno acogedor y una educación en valores para que cualquier persona se convirtiera en un ciudadano capaz de aportar a la sociedad.
El hoyo es puro hobbesianismo: acepta que el 99% de los seres humanos son egoístas y no dudarán en pisar cabezas cual consultor recién ingresado en la base de la pirámide de PriceWaterhouseCoopers. Incluso de forma ciega y estúpida, aunque a medio plazo, ni siquiera al largo, les perjudique; por puro afán de chulería, por crueldad intrínseca de la especie. Así que un sistema que privilegie a los dispuestos a todo, por encima de detalles del interés común como el cambio climático o los servicios sociales, en realidad es el que se adapta mejor a la realidad de la naturaleza humana: qué le vamos a hacer, esto es así. Los dispuestos a todo en el fondo son los escogidos para salir adelante, dada la pobreza de la especie humana.
Los intentos por alterar el sistema, como el que afronta Goreng, por bienintencionados que sean, están condenados al fracaso. Hay que resignarse al darwinismo social porque es lo único que puede salir del negro corazón de las personas. Nadie dice que eso sea positivo, por supuesto; pero es lo que hay y resultaría de ilusos, de idealistas marxistas subvencionados, esperar otra cosa.
Se me puede plantear un argumento obvio contra este razonamiento: quienes entran en el hoyo, voluntariamente, no son representativos de la humanidad en su conjunto. Quieren conseguir algo, esa convalidación misteriosa, y para ello están dispuestos a todo, son gente chunga. Pero la propia película contradice ese argumento: incluso la funcionaria que entra en el hoyo, que formaba parte del sistema, desconoce en qué consiste realmente. Quienes entran en el hoyo saben que pasarán por una prueba, pero no que casi con certeza se verán obligados a la antropofagia para sobrevivir.
La segunda falsedad de El hoyo como parábola es aún más notable, pero mucho más sutil. La cantidad de comida que comienza a descender en el primer piso es copiosa, pero cabe imaginar que aún con buena organización y respeto difícilmente serviría para alimentar a más de 100, 150 personas… Tal vez 200. Sin embargo, terminaremos por descubrir que la cantidad de residentes en el hoyo es muy superior. Ni aunque se consiguiera disciplinar a los habitantes de las primeras plantas a una dieta estricta llegaría comida a los de las inferiores, abocados al canibalismo. Por lo que en el fondo tanto da que los de arriba se comporten como cerdos.
La idea entronca con un lugar común de la izquierda sociológica: los recursos del planeta son limitados. Sin embargo, esa idea del ecologismo es sólo parcialmente cierta cuando la aplicamos al mundo real. El planeta es limitado porque abusamos de él de una manera insensata y porque no optimizamos posibilidades que ya están a nuestro alcance.
Ciertos recursos son muy escasos, y desde luego es imposible que todos vivamos como Rodrigo Rato en su yate. Son limitados el iridio, el jamón ibérico Joselito, las copias intactas del primer número de Amazing Stories, el campanu, las casas sobre un lago alpino, Ursula Corberó o Hugo Silva, productos o deseos a los que el común de los mortales no tiene acceso directo ni puede tenerlo bajo ningún sistema económico porque simplemente no hay para todos. Ni siquiera Lenin o Mao, sino sólo José Luis Cuerda en Amanece que no es poco, se planteó la posibilidad de convertir en comunales a las mujeres turgentes.
Por otra parte, es obviamente cierto que la acción humana está produciendo un desgaste devastador a los ecosistemas terrestres, que es la idea ecologista a partir de la cual la izquierda ha generalizado este concepto del planeta finito, que en realidad no afecta a la práctica totalidad de las necesidades básicas.
Porque incluso a pesar del brutal incremento de la población en las últimas décadas, los posibles recursos de la Tierra siguen siendo suficientes para garantizar los mínimos de supervivencia necesarios a los más de siete mil millones de seres humanos de la Tierra. Desde luego, no se puede seguir con ese ritmo de crecimiento por muchas razones, pero los desarrollos en energías alternativas, cultivos en invernaderos y politúneles, potabilización, avances médicos y tecnológicos etcétera, servirían para cubrir las necesidades básicas de agua, alimento, calor, cobijo, seguridad, salud, información y educación de todos los seres humanos. E incluso después de asegurarse de que nadie muriera de sed o se entregara al canibalismo, sobraría para que algunas personas, las mejores según las necesidades que se demanden en ese momento (y aquí posiblemente sí que el libre mercado tendría sentido como mecanismo regulador, quizá más que un sistema comunista), tuvieran un yate en el que tomar cuando estimaran una ración de Joselito recién cortado, si tales fueran sus deseos.
El problema es que en un momento dado el capitalismo descubrió que muy pocos pueden comprar plumas Montblanc con incrustaciones de piedras preciosas, pero todo el mundo necesita un médico. Y a partir del hecho de que ya había otros productos básicos que ya se regían por oferta y demanda, como los alimentos, se llegó a los extremos conocidos de implicar en el juego del mercado a cualquier otra necesidad, con ejemplos tan perversos como los de inflar artificialmente los precios de medicamentos necesarios para la supervivencia de ciertos enfermos o la privatización de los servicios de bomberos en algunas áreas de Estados Unidos.
La alegoría de El hoyo compra la idea de que los recursos básicos, en este caso la comida, son limitados, y que no va a haber para todos con absoluta certeza. Goreng cree inicialmente que sí, y una suerte de gurú que resulta muy poco fiable, el señor Brambang, le impulsa a ello, pero la realidad demuestra ser otra. Por tanto, se da un barniz de comprensión al comportamiento de quienes se encuentran en los pisos superiores: igualmente va a dar igual más abajo, porque no hay lo suficiente. Sin embargo, se escatima la idea de que no hay suficiente porque quien controla la situación ha decidido que así sea, y se muestran los preparativos de la comida como algo opíparo, generoso, que después el vulgo echa a perder. Pero el mundo real no es así.
Como parábola, las tintas demasiado cargadas de la película recuerdan que vivimos en un mundo con ataduras mucho más sutiles. La idea es tan vieja que, recuerdo por enésima vez, ya la planteó Aldous Huxley nada menos que en 1932, en ese curioso librito titulado Un mundo feliz:
Una dictadura perfecta tendría la apariencia de una democracia, pero sería básicamente una prisión sin muros en la que los presos ni siquiera soñarían con escapar. Sería esencialmente un sistema de esclavitud, en el que, gracias al consumo y al entretenimiento, los esclavos amarían su servidumbre.
La lectura final como alegoría de El hoyo, por tanto, es que ante un mundo cruel y una humanidad despiadada, sólo cabe adaptarse o morir. Los más aptos serán quienes salgan adelante; el darwinismo social es una opción realista, y la solidaridad una flaqueza destinada al fracaso. El hoyo compra, una vez más, el argumentario del neoconservadurismo: al igual que un ministro de Economía de gobiernos socialistas cree que hay que intentar ayudar todo lo posible a los necesitados, por una cuestión de conciencia o estética, pero da por hecho que el sistema no puede alterarse de forma decisiva, la conclusión de El hoyo es que no hay escapatoria posible a esa representación del capitalismo que nos ofrece, pero justamente lo hace a causa de los latiguillos reaganianos que da como hechos consumados cuando la construye.
Estoy seguro de que la intención de los guionistas David Desola y Pedro Rivero no era en absoluto dejar ese poso, sino el contrario. Sin embargo, El hoyo es al final una prueba de cómo la mentalidad del thatcherismo ha terminado por impregnarnos a todos, justo en una época en la que más bien sería el momento de repensarlos (no lo digo sólo yo: ahora lo dice hasta el Financial Times) .
Para terminar, vuelvo a un punto del inicio. El hoyo vale muchísimo la pena. Con sus sorpresas, su caracterización de personajes y ese descenso final a los infiernos que queda marcado a fuego en la memoria, es una obra de primer nivel en términos de arte cinematográfico. Y aunque parezca contradictorio con cuanto llevo escrito, después de todo, eso es lo más importante.
Vaya, precisamente la vi ayer por la noche, así que rollo va. La verdad es que me defraudó un poco, me pareció un cortometraje alargado, empieza muy bien y acaba diluyéndose un poco en un batiburrillo de giros de guión (a mí lo de la madre asiática como que me pareció relleno para introducir a la niña) referencias socioeconómicas (la funcionaria que parece la parodia de un progre) e incluso religiosas un poco difusas que no se acaban de comunicar bien. Además hay detalles de guión que complican las cosas aún más (la escena del jefe de cocina y el pelo de la panacotta), no sé si era algo buscado intencionadamente por los guionistas, pero que generan un efecto de obra-espejo o baúl que aguante todo lo que le quieras volcar.
Respecto al mensaje político-económico de la película, al que mira todo el mundo por nuestra circunstancia histórica, no tengo mucho que decir, estoy bastante de acuerdo con lo que expones, si los mensajes son “no hay para todos y por eso hay que repartir” y “el hombre es un lobo para el hombre”, el primero sencillamente no es cierto (el problema es no es la hipotética escasez, es el sistema político-económico) y el segundo es una verdad a medias (en entornos hostiles puede surgir tanto el egoísmo como la solidaridad colectiva como eficaz medio para sobrevivir) un poquillo peligrosa; si la gente sólo reacciona al palo entonces Abascal para diciembre. Por no hablar que el guión se hace trampas al solitario, si sólo hay comida para un tercio del hoyo, entonces para qué tanta complicación.
A mí lo que me llamó más la atención en cuanto al trasfondo fue la parte final, con sus alegorías religiosas que me recordaron mucho a “La carretera”. Yo es que tengo una teoría sobre la novela de McCarthy, para mí es un “postapocalíptico psicológico”, el paseo por la mente en ruinas de un tío que atraviesa una racha de profunda depresión o período autodestructivo, un “losing my religion” que dicen los americanos, al borde del abismo, pero que sigue hacia adelante penosamente, llevando consigo una frágil llama de bondad, de cordura, de vida espiritual, de humanidad, en resumen, simbolizada en el niño. Finalmente el protagonista sacrifica su cáscara enferma, un sacrificio ritual a lo Jesucristo, para renacer en ese niño, salvándose espiritualmente.
En “El hoyo” aparecen muchas de estas referencias religiosas o metafísicas; descenso a los infiernos, el 333(x 2 = 666), el protagonista visto como un Mesías o enviado, y su sacrificio para que la niña, como esperanza de ¿la humanidad? ascienda hacia el 0 en un acto desesperado, todo eso es muy La carretera. Lo que pasa que la película juega mucho a la ambigüedad nihilista y hay una escena que ya he mencionado, la del pelo en la panacotta que sugiere que no sólo la niña es fruto de la imaginación del protagonista, sino que su sacrificio ha sido en vano. Hay un batiburrillo repostero-religioso-psicológico que se relaciona mal (o no se relaciona en absoluto) con la lectura socio-económica y deja la película vendida.
Lo has definido perfectamente en una sola frase: la película hace trampas al solitario. En efecto, combina tantos elementos para resultar eficaz que no es en realidad congruente.
Se me pasó comentar al respecto, sobre todo, el final. La idea de “enviar un mensaje” simplemente surge de la nada y su eficacia es más que cuestionable. Dándole un segundo pensamiento, acentúa la sensación de que en realidad la rebelión es imposible, cosa de iluminados e ilusos.