Las historias de capa y espada tuvieron su momento y resulta complicado que vuelvan. Los tiempos oscuros de una edad media reformulada parecen más apreciados para las habituales luchas por el poder en los que se mueve la fantasía, sin espacio para ciertas miradas ilustradas al campo de la política o la perspectiva sobrenatural. Dejando a un lado Las mentiras de Locke Lamora, quizás la obra más conocida llegó a España con dos décadas de retraso; se publicó en EE.UU. en 1987 y tardó aproximadamente veinte años en traducirse.
Su título y esta entradilla pueden resultar ligeramente engañosos. Aunque los combates a espada, su aprendizaje y su utilización para dirimir disputas más allá del simple honor, tienen importancia en el argumento de A punta de espada, en sus páginas apenas hay un puñado de duelos. Su argumento tiene más que ver con las desavenencias entre los diferentes nobles que buscan hacerse con los puestos más decisivos en el control de una ciudad y del estado del cual es capital. Así, en general, porque Ellen Kushner decide no entrar en demasiados detalles de albañilería de mundo, dejando multitud de cuestiones detrás de las bambalinas. Una decisión de lo más acertada: mantiene una agilidad pareja al suspense sobre el cual trabaja.
Este es uno de los detalles que más puede disuadir al lector adicto a los escenarios y atrezos rococós. Aunque el lugar narrativo en el cual se desarrolla A punta de espada no parece ser el nuestro, los elementos de los que hace uso lo sitúan como un mundo primario con alteraciones mínimas que, sobre todo, afectan a cómo los mencionados duelos se convierten en un mecanismo de acción política en La Ciudad. Una urbe cuya estructura jerárquica, surgida de la revolución que condujo al final de la monarquía, grita a todo pulmón serenísima república. Su organización se sostiene sobre una oligarquía de nobles que hacen y deshacen a su antojo a través de un delicado equilibrio. A la vista ejercido por un pequeño consejo y diferentes cargos electos, y bajo la superficie mediante unos niveles de confabulaciones que permiten la contratación de espadachines para retar a personalidades y poner en solfa sus políticas, llegando a quitarles de en medio.
Celebridades populares cuyo auge suele ser fugaz, los duelistas pueden optar por retirarse para convertirse en maestros o poner su arte al servicio de alguna familia como guardaespaldas. Algo que está lejos de la cabeza del nuevo rey de La Ribera, Richard de Vrier. Este hábil espadachín sale triunfante de un doble duelo en una fiesta en La Colina, la zona de la clase acomodada; un pequeño terremoto en las entrañas de La Ciudad. Mientras la gente especula sobre las causas detrás de la doble muerte, quiénes y por qué le han contratado, de Vrier regresa a su habitación en lo más profundo de La Ribera, unos bajos fondos donde se recluye en compañía de Alec, su amante. Es el inicio de un juego de fintas, bloqueos y estocadas de insospechadas consecuencias para ambos y el grupito de nobles que mantiene su presión sobre él.
Esta elección de topónimos (Ribera, Colina, Ciudad…), además de decantarse por una jerarquía clara, pone el foco sobre las relaciones entre los personajes y una narración dominante sobre la descripción, centrada en transmitir la atmósfera de la urbe. Un lugar en el cual la hipocresía impera y nadie con un mínimo pedigrí, o en contacto con él, está a salvo de ver cómo un duelista entra en su vida para sumergirle en un complot versallesco con riesgo de muerte. Complots que pueden tener que ver con el poder pero que también puede obedecer a los ataques de cuernos o los celos. Esta manera de solazarse en los más bajos instintos, con una pertinaz tensión sobre las kafkianas normas, hermana en su expectación a los habitantes de La Colina y La Ribera. Testigos de estas diatribas como nosotros escuchamos las confesiones de Bárbara Rey sobre sus andanzas con el emérito. No puedes cambiar nada pero al menos el que salvó la transición adquiere nuevas dimensiones.
Novela de conspiraciones políticas y románticas, estas cuestiones tienen que atraer al lector al igual que una composición de personajes delicada, particularmente la de un dúo protagonista donde la volubilidad de Alec me ha cargado por momentos. He llevado mejor la asunción del funesto destino de un de Vrier cuyas tendencias autodestructivas están bien sostenidas, en equilibrio con las idas y venidas de Michael Goodwind, durante más de media novela el personaje elegido para dar la voz a una clase noble de cuya portavocía dimite en el último tercio; a mi modo de ver de manera un poco incomprensible después del espacio ocupado, aunque a través de un razonable giro del argumento. Forma parte del clímax previo al desenlace, con juicio y todo, que funciona mejor que las consecuencias de las últimas 30 páginas, llenas de revelaciones que no te habíamos contado hasta ahora para que pudieras soltar unos cuantos “oooooohs”.
A punta de espada viene acompañada de dos relatos: la presentación de los personajes y el mundo, “El espadachín cuyo nombre no era Muerte”, y la narración de los últimos días de Alec y Richard, “La muerte del duque”. Una adición de agradecer a la edición de Bibliópolis/Alamut, además de la excelente traducción de Manuel de los Reyes.
A punta de espada (Alamut, 2005)
Swordspoint: A Melodrama of Manners (1987)
Traducción: Manuel de los Reyes
Rústica. 312pp. 18.95 €
Ficha en la web de la editorial