Sauce ciego, mujer dormida, de Haruki Murakami

Sauce ciego, mujer dormida

Haruki Murakami es un autor atípico en muchos sentidos. Sus orígenes son tardíos: no empezó a tomarse en serio la escritura hasta que había cumplido los 30 años, sin apenas rodaje previo. Tampoco se adscribió a ninguno de los movimientos literarios de su época, ni ha llevado una vida especialmente revolucionaria o llamativa, al estilo de su compatriota Yukio Mishima. Sin embargo esto no le ha impedido firmar una novela que marcó toda una generación en Japón allá por los 80, Norwegian Wood –aquí conocida por el aséptico título de Tokyo Blues–, entre otras muchas con las que se ha creado un nombre fuera y dentro de su país. Además se encuentra en la cómoda posición de autor sencillo de leer a la vez que admisible para gustos más intelectualizados, lo que le ha permitido colocarse en los escaparates de las principales librerías en todo el mundo.

En España la evolución de su carrera ha sido lenta pero firme: Crónica del pájaro que da cuerda al mundo lo convirtió en un autor de culto a pesar de que sus lectores se contaban con los dedos de la mano –por aquel entonces busqué infructuosamente información sobre él por Internet–, pero no fue hasta Tokyo Blues, su quinta novela traducida al castellano, que consiguió verdadera  difusión en el mundo literario. Ahora, tras repetir diana comercial con la menos inspirada Kafka en la orilla, Tusquets edita su más reciente recopilación de relatos, Sauce ciego, mujer dormida, que es el objeto de esta reseña.

El título contiene veinticuatro historias cortas, escritas a lo largo de la carrera de Murakami, lo que comprende desde mediados de los ochenta hasta nuestros días. No es fácil encontrar algún vínculo conceptual o temporal que las una, salvo que no aparecen en sus anteriores recopilaciones; tampoco da el autor ninguna justificación específica en el prólogo. Sea por motivos meramente económicos o por el gusto de desempolvar sus viejas –y nuevas– narraciones cortas, lo cierto es que para el lector español es la primera vez que puede echar mano de sus relatos en castellano.

A través de ellos podemos conocer en muy pocas páginas todas las señas de identidad de Murakami. La más evidente es su particular forma de componer las historias, muy similar a la ejecución de una pieza de Jazz –género del que el autor es apasionado–. Se escoge un tema aparentemente intrascendente, pero que marque un momento destacado en la vida de una persona: la muerte de un familiar, la búsqueda de un nuevo trabajo, una relación corta con una chica, etc; se introduce un personaje principal carente a priori de rasgos distintivos, lo que permite una rápida identificación con el lector, y a partir de aquí se desarrolla la acción en la que se entremezclan elementos cotidianos con otros que suponen una fuga  de la realidad, algunos hacia terrenos claramente fantásticos o surrealistas –“El hombre de hielo”, “Los conitos”, “El espejo”–, y otros que simplemente ponen en tela de juicio la lógica y la cordura en el mundo moderno –“El mono de Shinagawa”, “La tía pobre”–.

El uso de esta fuga es constante. Prácticamente todos sus relatos y novelas la incluyen de forma más o menos evidente, con lo que no es difícil encontrar paralelismos entre Murakami y otros autores habituados a este recurso como puede ser David Lynch, especialmente cuando introduce elementos noir en sus historias –“En cualquier lugar que parezca que esto puede hayarse”, “El séptimo hombre”–, o Kim Ki-Duk cuando juega con el simbolismo y las emociones desbocadas de sus personajes –“Tony Takitani”, “Sauce ciego, mujer dormida”–.

En sus novelas estos elementos «desconcertantes» están más repartidos entre lo cotidiano de la narración, pero los relatos concentran estas características en su escueta extensión –no suelen superar las 20 páginas–, esto puede provocar que algunos relatos den una sensación de esbozo o falta de concreción. El ejemplo más claro es “Un día perfecto para los canguros”, que resulta tan breve y críptico que uno se pregunta si realmente se puede sacar algo en claro de él.

El propio autor confiesa que se considera un escritor principalmente de novelas, y es que no hay grandes diferencias entre cómo crea un relato y una historia larga más allá del grado de desarrollo de los elementos presentes. De hecho, y como se comenta en el prólogo, dos de los relatos que aparecen en la recopilación fueron posteriormente utilizados para crear sendas novelas.

El caso de “La Luciérnaga” es especialmente interesante. Sus treinta páginas son más que una versión primigenia de Tokyo Blues, pues aparecen prácticamente inalteradas en el inicio de la novela sin que esto genere ningún tipo de desajuste narrativo en sus dos versiones. Es difícil conocer la intención de Murakami cuando comenzó la escritura de la historia corta, pero llama la atención cómo crece en círculos concéntricos, pues partiendo de un relato cerrado surgen ramificaciones en forma de personajes, situaciones y nuevos escenarios que hacen que la novela no conforme una mera continuación del relato, sino que se proyecte en la mente del escritor dando como resultado un ente diferente, más grande e igualmente compacto aún conservando intacta su semilla original.

Todos los relatos comparten entre sí ­–y con su obra larga– una prosa sencilla y de escasos recursos estilísticos, pero con una gran capacidad sugestiva. Quizá el mayor defecto de esta colección sea la homogeneidad estilística y temática que pueden poner en evidencia algunas costuras, como la forma de construir sus narraciones, anteriormente mencionada. Sin embargo, en gran parte de esta recopilación Murakami parece superar sus carencias y crear historias en las que el lector puede perderse, y reflejar lo poético y a la vez incomprensible que es el mundo en el que vivimos. Como suele ocurrir con las obras que apelan a la sensibilidad más abstracta del lector, el personalísimo estilo narrativo del autor provoca que la línea entre la excelencia y la mera ocurrencia sea muy delgada, y dependa en parte de la subjetividad y del grado de empatía que desarrolle cada uno con las historias.

Esta compilación sería un gran punto de partida con el autor si el formato elegido, con tal profusión de historias, no supusiera un serio peligro de saturación. Una selección más ajustada podría haber sido mucho más  satisfactoria para el lector que no busque el completismo, aunque siendo prácticos, la brevedad de los relatos hace que los de menor nivel se olviden tan rápido como se leen, a la vez que podemos saborear plácidamente aquellos con los que la inspiración de Murakami nos alcanza más profundamente. En cualquier caso es un libro de compra obligada para todo el que aprecie el estilo del autor, ya que contiene piezas que se encuentran entre lo mejor de su dilatada carrera, como la simpática y a la vez melancólica “Hanaley Beach”, la inquietante historia de fantasmas en “El espejo” o la sorprendente vida de “Tony Takitani”. Para los no-iniciados suele entrar muy bien Tokyo Blues.

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