Después del relativo éxito de sus dos anteriores novelas, Rojo alma, negro sombra y Mujer abrazada a un cuervo, premios Celsius 2009 y 2011 respectivamente, Ismael Martínez Biurrun da con El escondite de Grisha un paso más en una carrera que gana peso a cada nueva entrega. En ella explora una nueva fórmula narrativa sin sacrificar señas de identidad arraigadas como la solidez en la construcción de sus personajes, el cuidado en la elaboración del lenguaje o el sutil uso de los elementos genéricos para enriquecer la trama.
El escondite de Grisha está contada en primera persona por Olmo, un trabajador recién llegado a una biblioteca de Madrid donde conoce a Grisha. Un joven de poco más de diez años que mantiene un curioso ritual en sus visitas diarias. Olmo y Grisha inician una relación de amistad que les terminará conduciendo hasta Ucrania, el país de donde procede Grisha y en el que se encuentra un niño de su edad con el que mantiene una insólita conexión.
La elección de Olmo como narrador protagonista no es gratuita sino que responde a una necesidad expositiva: se desnuda a través de una serie de revelaciones para, a medida que se acumulan y se aproxima el desenlace, dejar al descubierto sucesos, contados o sugeridos, que ponen en cuestión su veracidad. Unos hechos que, también, terminan por definirle; por lo que cuenta y, sobre todo, por lo que deforma. Pero no es lo único que merece la pena destacar de esta elección.
Olmo es un contador de historias orgánico: interpela asiduamente al lector de su relato, proporciona pistas (hasta el punto que en la página 54 él mismo autocuestiona su verosimilitud), cambia el tono de su exposición de manera esporádica… Incluso autojustifica el uso de ciertos componentes retóricos que Martínez Biurrun suele trabajar especialmente, caso de las metáforas (página 47). Aunque frente a la sobreabundancia de estas en ciertos pasajes de Mujer abrazada a un cuervo, aquí su uso es más comedido. Quizás porque una narración en primera persona se presta menos a ciertos excesos. También he de confesar que, a pesar de esta mayor mesura y lo que he disfrutado con Olmo, la trama me ha satisfecho menos que la de Mujer. Más compleja, con mayor número de elementos mejor integrados.
Como muestra que fondo y forma van siempre de la mano, que cada capítulo, cada página, cuentan, abundan los pasajes sobre los que merece la pena detenerse, caso del siguiente
Y en el comienzo de mi historia, me deslizo a toda velocidad. Pedaleo colina arriba, colina abajo entre campos de arroz. Tengo quince años y una bici de carreras Orbea con la que corto en zigzag los veranos bajo el ímpetu de mis piernas kilométricas. Son los días en los que el vértigo funciona de manera inversa, asaltándome cuando me detengo. Así que vuelo, me escapo. El niño huye del hombre en que se convierte cuando se queda quieto.
que resume ese frenesí con el que se vive durante la infancia y que se pierde a medida que se “madura”.
Por último, en la trama es fundamental la catástrofe de Chernobyl, cuyo 25 aniversario se celebró el año pasado y que se ha visto también en otras novelas publicadas en los últimos meses. Por ejemplo, Emilio Bueso utilizaba ampliamente la zona controlada alrededor de los restos del reactor en algunos los pasajes más impactantes de Diástole. Y sus consecuencias también son parte sustancial de Cielo rojo, novela juvenil de David Lozano publicada a finales de 2011. Un coincidencia que pone de relieve cómo marcó este hecho a la generación que creció en la década de los 80 y se nutrió de los temores despertados por el accidente. Lo que ya no es casualidad es cómo el género gana importancia en la literatura contemporánea española. Un proceso imparable al que se suman cada vez más jóvenes autores y que está dando novelas tan estimables como esta (y otras muchas que no lo son. Pero ese es otro asunto).