Trilogía de los trípodes, de John Christopher

Las montañas blancasNo siempre es tan fácil como parece determinar si un libro es clásico o polvoriento. Supuestamente, el paso del tiempo nos permite distanciarnos de una obra para poder juzgarla con perspectiva. Pero en ocasiones una novela está tan ligada a nuestras vidas que acaba convirtiéndose en parte de nosotros mismos. Y, cuando eso ocurre, todo intento de distanciamiento es imposible.

Leí y releí la Trilogía de los trípodes (ed. Alfaguara) un montón de veces de niña, y no solo fue uno de mis primeros contactos con la ciencia ficción (con permiso de Julio Verne), sino también uno de los libros —con independencia del género— a los que más veces regresé a lo largo de mi infancia.

Abrir de nuevo esta novela (que por supuesto no es una, sino tres, y eso sin contar la precuela When the Tripods Came, que Christopher escribiría veinte años después y de la que me parece que voy a pasar) ha sido, fundamentalmente, un placer, y no solo por motivos nostálgicos. El planteamiento es atractivo, el desarrollo es emocionante, el estilo narrativo es sencillo, pero eficaz. Sin embargo, la trilogía está lejos de ser perfecta, y es duro detectar fallos flagrantes en cosas que tenías idealizadas cuando vuelves a ellas por primera vez en décadas.

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Rendición, de Ray Loriga

RendiciónAlgún día la ciencia ficción se hará realidad. (Ese día dejará de existir). Y no sé si hemos llegado o no a esos extremos, pero en tiempos de reclusión y retraimiento puede ser buena idea volver a una novela que pasó, creo, pelín inadvertida por la crítica, y que, sin embargo, es fuente de ideas y escenarios afines a lo que vemos hoy en la calle y en los medios. Rendición, de Ray Loriga, aportó –junto con algunas otras obras– frescura a un panorama que puede estancarse. Así que si queremos podemos identificar pasadizos secretos entre Rendición, penúltima novela, a día de hoy, de Loriga, y Esta noche arderá el cielo, de Emilio Bueso, e Intemperie, de Jesús Carrasco. Entre las tres hay pasadizos que permiten hacer una lectura muy particular del imaginario postapocalíptico. La novela de Carrasco era tímidamente postapocalíptica: tomaba prestados algunos paisajes del subgénero y los pasaba por un tamiz delibesiano; Bueso escribió una novela postapocalíptica sui generis que acepta muchas definiciones (incluida la de “western boreal”); y, con Rendición, Loriga escribió una que, en su primer tramo, es cien por cien postapocalíptica. O, mejor dicho, en trance de serlo, continuando así una secuencia no intencionada en nuestra literatura de novelas más o menos postapocalípticas. En ese sentido, la obra de Loriga fluctúa entre varios géneros: más adelante le da el relevo a la distopía, y, al final, al relato kafkiano. (Luego volveré sobre este asunto).

Las autoridades de Rendición, cuyo nombre ignoramos, pretextando seguridad y protección, expulsan a los habitantes de “la comarca” para enviarlos a una ciudad transparente que les servirá de refugio para una guerra que nadie recuerda por qué empezó. Así es como conocemos a la pareja protagonista, en medio de una evacuación precipitada. En un tenso clima de delaciones el narrador, que es el protagonista, y su mujer son respetados por el prestigio de tener a dos hijos en la guerra. También viven con un niño que no saben de dónde ha salido porque no habla ni se comunica con nadie. La evacuación se da en medio de un panorama en trance de ser postapocalíptico, como digo, en un mundo que está al final de su apocalipsis particular, a punto de entrar en lo que sea que le suceda.

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Distintas formas de mirar el agua, de Julio Llamazares

Distintas formas de mirar el aguaHay secuencias tan grabadas a fuego en el recuerdo durante la infancia que siguen volviendo décadas más tarde en los momentos más insospechados. Una de las imágenes de telediario que periódicamente regresa a mi memoria es el desahucio de Riaño. Con el paso de los años no sabría decir qué parte es “real” y cuál una recreación, pero aún recuerdo a la Guardia Civil protegiendo las excavadoras que, una a una, iban destruyendo las casas para evitar el regreso de sus habitantes en las semanas previas a la inundación del valle. Las cuatro o cinco veces que he pasado por Nuevo Riaño, el pueblo construido a la vera del pantano, han servido para potenciar unos recuerdos alimentados por situaciones análogas ocurridas en otros lugares como los alrededores del embalse de Yesa (Ruestas, Esco, Tiermas) o los intentos por ahora fallidos en Vega de Pas y Ayerbe. De ahí que cuando Julio Llamazares publicó su penúltimo libro, centrado en este éxodo forzado, resultara inevitable llegar a él.

La forma impuesta a Distintas formas de mirar el agua condiciona su lectura. Una familia acude al embalse del Porma, en el norte de la provincia de León, a llevar las cenizas de Domingo, el patriarca. Es la manera de satisfacer su última voluntad: reposar en las aguas que anegaron las casas del pequeño pueblo de Ferreras, inundado al igual que otra media docena de localidades del valle. Mientras asisten a la ceremonia, Llamazares se introduce en la mente de cada uno de ellos para alumbrar sus pensamientos. Es ese contenido el que da carta de naturaleza a la obra y, por extensión, al título. La mujer del difunto, sus hijos, sus parejas, sus nietos… se suceden en los diferentes capítulos y abren la puerta a distintas perspectivas sobre su relación mutua y sus raíces en el pueblo desaparecido. Hay recuerdos significativos de los que más tiempo convivieron con Domingo y otros más circunstanciales y nebulosos de los que apenas compartieron momentos puntuales. La hábil yuxtaposición de todos ellos crea una secuencia de imágenes, sentimientos y emociones muchas veces evidente, por previsible, mientras que otras sorprenden por cómo se alejan de los lugares comunes que, en el fondo, es en gran parte una vida.

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Iris, de Edmundo Paz Soldán

Iris

Empecemos con una perogrullada: la Historia en las escuelas se estudia de manera secuencial. Continuemos con otra: cualquier curso académico se asemeja más a un reloj de cuerda que a uno de cuarzo. Así, los retrasos acumulados durante el año suelen terminar con el currículo podado, nueve de cada diez veces en el mismo punto: al final. El ejemplo más tradicional, y sangrante, es el de cualquier Historia de España, con su desembocadura a la altura de la Segunda República y dejando con pinzas los últimos tres cuartos de siglo. El período más importante para entender esta España que tanto nos duele hoy en día. Paralelamente, algo se trabajan los fenómenos colonizadores del último medio milenio, si se tiene suerte se mencionan los procesos descolonizadores de la segunda mitad del siglo XX, pero jamás se llegan a tratar las prácticas neocolonizadoras. Un fenómeno sin el cual es difícil comprender medio globo terráqueo en la actualidad.

Cambiemos de tercio. O no tanto. La ciencia ficción contemporánea hace ímprobos esfuerzos por parecerse a los protagonistas de The Big Bang Theory o IT Crowd. Tantas veces encerrada en sus iconos, gadgets state of the art, teorías científicas punteras y los dilemas morales derivados de todo ello. Sin embargo, cuando se habla de fenómenos colonizadores, la ciencia ficción no solo no ha vivido a sus espaldas sino que, en cierta forma, se ha nutrido de ellos para construir algunas de sus “funciones” más recordadas. Qué son si no las historias de invasiones alienígenas o, dándole la vuelta al calcetín, las narraciones en las cuales nuestros descendientes asuelan otros mundos. Ese choque entre civilizaciones para lograr recursos, de explorar sinergías y sentimientos a ambos lados del conflicto, de culpa y redención para sus protagonistas, alimenta una parte sustancial de La guerra de los mundos, El señor de la luz, Rakhat, La última misión de la compañía, Los genocidas, Hyperion... La entrega más reciente de esta secuencia es Iris, de Edmundo Paz Soldán, una formidable alegoría de todos estos procesos, pasados, presentes y futuros.

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Grandes minicuentos fantásticos

Grandes minicuentos fantásticos

Grandes minicuentos fantásticos

Ha sido en los últimos tiempos un lugar común, al hablar del microrrelato, destacar su tremendo auge debido, sobre todo, a Internet. Hecho indiscutible aunque engañoso, si tenemos en cuenta que la irrupción de la Red en nuestras vidas ha propiciado ese mismo tremendo auge en casi todas las facetas artísticas contemporáneas. No ha sido, por tanto, único aliado de un género que pudiéramos considerar menor como el que nos ocupa. Ese tipo de justificación innecesaria pareciera querer convencernos de la reciente invención del microrrelato y su tipificación como literatura de andar por casa o –menos sutilmente– de usar y tirar. El fast food autoral. Nada más lejos de la realidad, evidentemente. Ediciones como esta de Alfaguara son el ejemplo perfecto para desmontar la teoría que sin real conocimiento de causa se ha extendido popularmente.

Merece la pena dar cuenta aquí de parte de la nota previa que abre el volumen: «este libro solo recoge minicuentos o microrrelatos, esto es, cuentos muy breves y hasta brevísimos, con menos de quinientas palabras, occidentales y de tradición escrita; se han excluido las minificciones orientales, las de tradición popular, así como los extractos de obras religiosas o mitológicas». ¿Qué debemos entender con esto? Pues la inequívoca característica propia del microrrelato como género, aproximadamente desde el siglo XVIII y principios del XIX, y sin tener en cuenta sus mucho más antiguos precedentes e inspiradores, como el haiku. Así el microrrelato, rescatado de las catacumbas de la literatura en este siglo XXI, comienza a ocupar por fin el puesto que le corresponde.

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Cuentos del libro de la noche, de José María Merino

Cuentos del libro de la noche

Cuentos del libro de la noche

En el libro de la noche nuestras páginas están en blanco.

Con esta evocación onírica, atribuida al pensador chino Chuan Tzu, José Maria Merino nos invita a la lectura de este libro.

Cuentos del libro de la noche son 85 pequeños cuentos de una extensión que va desde un mero párrafo a tres páginas. En este espacio tan breve Merino logra maravillarnos, asustarnos, sorprendernos, hacernos reír o preñar nuestro corazón de nostalgia. Estamos ante un libro que no puede dejar indiferente: busca tocar la fibra sensible del lector… y lo consigue.

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