John Hughes y la impugnación de la autoridad

Weird ScienceHay mucho que decir sobre La mujer explosiva. (Prefiero, a partir de aquí, citar esta película de John Hughes de 1985 por su título original, Weird Science, más acorde a su espíritu festivo, reivindicativo y alocado, que por la desorientadora traducción castellana). Pero lo dicho: ¿qué encontramos en esta película? De entrada, una relectura creativa del Frankenstein de Mary Shelley en la que unos adolescentes dan vida a sus fantasías románticas –digámoslo así– con un ordenador y la ayuda insospechada de un rayo; la creatura a la que dan vida, además, concede todos sus deseos a ese par de amigos, habitantes, los dos, del extrarradio de la popularidad de instituto, como si fuera el genio de la lámpara; y tenemos, como no podía ser de otra manera, los problemas del adolescente que no encuentra su hueco entre la multitud.

Repasemos.

Quizá nadie como John Hughes encarne la idea de autor de obras generacionales, de películas y discursos que ilustran el transcurso de toda una generación y el paso de la mentalidad adolescente a la de la edad adulta. Y se centró en los conflictos de instituto, en las complejidades emocionales de la adolescencia, sí, pero no en un sentido nostálgico-lacrimógeno, como pudiera parecer, sino para impugnar la autoridad del mundo adulto. En Todo en un día vemos cómo un amigo ayuda a otro a enfrentarse al autoritarismo de su padre; en El club de los cinco vemos cómo un grupo de adolescentes castigados resemantiza su castigo hasta convertirlo en lugar de confesiones, en clima de acercamiento interpersonal y autoafirmación colectiva frente a una institución –el colegio– que les anula; en Dulces dieciséis vemos cómo un olvido adulto puede herir una sensibilidad adolescente, y cómo ésta, perentoria, puede seguir hacia adelante sin depender de sus mayores; y en Solos con nuestro tío se sustituye la figura paterna por la del tío, un espléndido John Candy, pero no ya como parte de la represión supuestamente educativa que ejercen los padres, sino como el representante excepcional de la edad adulta que, al menos, quiere escuchar a los niños. Y me encantaría poder hablar un rato de Mejor solo que mal acompañado (Planes, Trains & Automobiles) pero se aparta demasiado del enfoque principal de Hughes, o sea que esta vez no podrá ser.

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A punta de espada, de Ellen Kushner

A punta de espadaLas historias de capa y espada tuvieron su momento y resulta complicado que vuelvan. Los tiempos oscuros de una edad media reformulada parecen más apreciados para las habituales luchas por el poder en los que se mueve la fantasía, sin espacio para ciertas miradas ilustradas al campo de la política o la perspectiva sobrenatural. Dejando a un lado Las mentiras de Locke Lamora, quizás la obra más conocida llegó a España con dos décadas de retraso; se publicó en EE.UU. en 1987 y tardó aproximadamente veinte años en traducirse.

Su título y esta entradilla pueden resultar ligeramente engañosos. Aunque los combates a espada, su aprendizaje y su utilización para dirimir disputas más allá del simple honor, tienen importancia en el argumento de A punta de espada, en sus páginas apenas hay un puñado de duelos. Su argumento tiene más que ver con las desavenencias entre los diferentes nobles que buscan hacerse con los puestos más decisivos en el control de una ciudad y del estado del cual es capital. Así, en general, porque Ellen Kushner decide no entrar en demasiados detalles de albañilería de mundo, dejando multitud de cuestiones detrás de las bambalinas. Una decisión de lo más acertada: mantiene una agilidad pareja al suspense sobre el cual trabaja.

Este es uno de los detalles que más puede disuadir al lector adicto a los escenarios y atrezos rococós. Aunque el lugar narrativo en el cual se desarrolla A punta de espada no parece ser el nuestro, los elementos de los que hace uso lo sitúan como un mundo primario con alteraciones mínimas que, sobre todo, afectan a cómo los mencionados duelos se convierten en un mecanismo de acción política en La Ciudad. Una urbe cuya estructura jerárquica, surgida de la revolución que condujo al final de la monarquía, grita a todo pulmón serenísima república. Su organización se sostiene sobre una oligarquía de nobles que hacen y deshacen a su antojo a través de un delicado equilibrio. A la vista ejercido por un pequeño consejo y diferentes cargos electos, y bajo la superficie mediante unos niveles de confabulaciones que permiten la contratación de espadachines para retar a personalidades y poner en solfa sus políticas, llegando a quitarles de en medio.

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Detrás de Terminator se ven algunas sombras

BerserkersComo no me gusta pontificar, lo digo así: puede que Terminator sea la mejor película de James Cameron. Es posible. No lo sé. Lo que sí puedo decir es que es una de las tres o cuatro mejores películas de ciencia ficción de los años ochenta. Y creo que es un acierto considerarla una de las más oscuras de la década y, en el fondo, del siglo XX entero. Y sin duda podemos decir que es la mejor película de Linda Hamilton y de Arnold Schwarzenegger.

Pero hasta Terminator tiene sus precursores.

La saga de los Berserker, de Fred Saberhagen, va de unas máquinas que surcan el espacio exterior en busca de humanos. Estas máquinas sobrevivieron a sus enemigos originales y también a sus fabricantes alienígenas, a los ingenieros que, genocidas, las diseñaron para la guerra, y todavía cruzan, obstinadas, el vacío sideral con la única misión que les fue encomendada: capaces de autorrepararse, de reproducirse, lo único que hacen es, como Terminator, localizar y matar humanos. Esa misma, eterna obstinación homicida que veremos más tarde en la ciudad de Los Angeles con las máquinas de Cameron. Saberhagen, que por otra parte no se molesta en ocultar su machismo, en uno de los cuentos de The Ultimate Enemy, nos dice, evocador, que esa ‘armada’ mató a sus enemigos originales cuando la humanidad empezaba a dibujar sus primeras siluetas en las cavernas.

Pero la sombra que se percibe con mayor definición en la genealogía de Terminator es la de un cuento de Harlan Ellison.

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No distingo al hombre de la máquina

Terminator

Debajo de Terminator parece que se escondan estos versos de Roberto Juarroz: “El futuro no existe, / sin embargo cambia”. Planteándonos un futuro en el que las máquinas dominan el planeta y exterminan a los humanos, James Cameron consiguió sacudirse de encima el suspenso crítico que supuso Piraña 2, y, de paso, legó al cine una de las más desoladoras y oscuras películas de ciencia ficción del siglo XX. El prólogo ya nos lo advierte: estamos a las puertas de un futuro aterrador, y nosotros somos los únicos culpables. Sergio Benítez dijo hace tiempo en Blog de Cine que Cameron, con esta película, alejaba al género de las aventuras espaciales de George Lucas y su “bienintencionada y ligera” Guerra de las Galaxias, acercándolo a tonalidades más graves y reflexivas, pero creo que ese paso ya lo había dado antes Ridley Scott con Alien y Bladerunner. Es posible que la aportación principal de la película esté en otra parte.

¿Y qué pasa en Terminator? En Los Ángeles aparecen, en 1984, dos tíos en pelota (Arnold Schwarzenegger y Michael Biehn), buscando cada uno a su manera y por distintos motivos a Sarah Connor (gran papel ochentero de Linda Hamilton). Uno la quiere matar. El otro, no. Y la buscan porque aunque ella no lo sepa –no lo pueda saber aún– dará a luz a John Connor, futuro salvador de la humanidad que sobrevive en las ruinas del mundo postapocalíptico, arrasado, del que provienen los viajeros en el tiempo. Y ella es la clave porque su hijo será la clave, y esa lectura mesiánica, cristianega, de la película, es lo que me molesta de la saga (o sea que podemos hacer ver por un segundo que no va por ahí la cosa y seguir como si nada).

Las máquinas, creadas por nosotros, quieren más; desarrollan una inteligencia independiente, autónoma, y quieren más. Lo podemos repetir: las inteligencias artificiales se liberan, y quieren desgajarse, por fin, de las mentes creadoras que las dominan, para ser ellas mismas sin el impedimento de la subordinación esperada.

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Un club de lectura como herramienta revitalizadora de una tertulia

Lecturas del club

Una de las mejores ideas que hemos llevado a cabo en la tertulia de Santander ha sido mantener un club de lectura desde 2014. Cada mes elegimos un libro con la vista puesta en comentarlo para la siguiente tertulia. Ciencia ficción, terror y algo de fantasía se turnan entre las elecciones en un intento de equilibrar las diferentes almas de los que asistimos con regularidad. Al final tu esfuerzo se contrapesa el mes siguiente con el de otro y se alcanza un cierto quorum: que nadie se descuelgue porque no se tienen en cuenta sus gustos; que cada uno pueda contribuir desde su visión de un terreno, el fantástico, enorme, inabarcable.

Esta flexibilidad en la selección, con algunos “vetos” difíciles de argumentar para quien no forma parte de las deliberaciones (evitar las series; mantener al mínimo las colecciones/antologías de relatos; buscar sobre todo libros de las últimas dos décadas, limitando la selección de libros previos a los años 80 del siglo pasado; no ir a extensiones mayores de trescientas páginas), mantiene la implicación hasta el punto de que se pueden contar con los dedos de una mano los gatillazos. La calidad de las discusiones varía en función de la obra elegida, la inspiración de los participantes, el nivel de detalle en que se entre… Lo esperable cuando no hay una persona asignada para conducir la discusión; una función que hemos evitado para no convertir una fuente de disfrute en una tarea.

Mirando atrás, el club ha dado un sentido a lo que nos empujó a juntarnos en marzo de 2004. Ese grupo de lectores de fantasía, ciencia ficción y terror que se reúnen el segundo sábado de cada mes tiene un momento para un diálogo algo más profundo del habitual intercambio de qué has leído, qué has visto, qué has jugado. Un arrojarse títulos sin orden ni concierto del que puedes sacar cosas en claro pero, en general, un tanto estéril.

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Quinta avenida, 5:00 a.m., de Sam Wasson

Quinta Avenida, 5:00 AM¿Qué llevó a Truman Capote a Desayuno en Tiffany’s? ¿Qué quedó de su texto en la adaptación que escribió George Axelrod y dirigió Blake Edwards? ¿Cómo terminó Audrey Hepburn protagonizando la película, tras haberse barajado otras actrices como Marilyn Monroe? ¿Qué tuvo Desayuno con diamantes para convertirse en un evento generacional? Estas son algunas de las preguntas que conducen a Sam Wasson en la escritura de Quinta avenida, 5:00 a.m. Aunque desde los primeros capítulos asienta los dos guías que lo recorren de principio a fin. El primera sobre todo en esos dos momentos: Truman Capote. El escritor detrás de la historia, cuya biografía no sólo permite conocer todo lo que rodeó la escritura de la novela y el camino hacia la adaptación, sino a dos influencias fundamentales para entender a su protagonista, Holly Golinghtly: su madre y Babe Paley, una de las cisnes de Capote. De ellas sacó el desarraigo, la reinvención después de su llegada a la ciudad, el desapego emocional, la elegancia, las aspiraciones esenciales en su construcción. Pero una vez firmado el acuerdo de adaptación y ciertos deseos sobre cómo debería hacerse, la voz cantante de Quinta avenida, 5:00 a.m. la lleva Audrey Hepburn.

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El hombre sin nombre, de Laird Barron

El hombre sin nombreAdemás de poesía, Laird Barron escribe regularmente al menos dos géneros. En España conocemos su obra de terror, caracterizada por El Rito y varios relatos, un par de ellos situados en el mismo universo que la novela publicada por Valdemar en su añorada colección Insomnia. Mientras, en 2018 debutó en el criminal con Blood Standard, una novela protagonizada por un mafiosillo (Isaiah Coleridge), inicio de una serie que cuenta hasta ahora con tres entregas y varias historias. La biblioteca de Carfax publicó en 2024 esta supuesta novela corta que viene a funcionar como síntesis de ambas facetas. Gran parte de su brevísima extensión se mueve en el terreno del relato de mafiosos para abrirse al relato de yokais en pequeños fogonazos hasta su explosión durante el tramo final.

Nanashi es un yakuza del sindicato Garza, en plena guerra más o menos soterrada con el sindicato Dragón. En una de las represalias en las que andan envueltos le envían junto a un pintoresco grupo para secuestrar a Muzaki, un viejo luchador a sueldo de los dragones. Lo que en principio parecía una estrategia para hacer presión, se sale de madre cuando los incapaces que acompañan a Nanashi la lían parda en un giro que terminará sacando a la luz la naturaleza oculta de Muzaki.

En una longitud más propia de relato largo, El hombre sin nombre camina por los derroteros de la historia de presentación de un personaje y su mundo. La narración, en una primera parte un tanto átona y con escasa mordiente, depara sus mejores momentos cuando Barron apuesta por el humor al relatar un golpe contra el sindicato Dragón llevado a cabo por Mizo y Jiki, parte del músculo que acompaña a Nanashi. Estos dos incapaces salieron triunfantes de una acción contra los Dragón en una seria de catastróficas desdichas que debieran haber terminado con sus huesos en las alcantarillas, bien porque los hubieran matado sus enemigos, bien como premio de sus jefes por su incompetencia. Esta pequeña locura y los flashes donde se vislumbra pequeñas roturas de lo posible, imágenes surrealistas que anticipan el pandemonium final, son lo poco destacable de El hombre sin nombre hasta las últimas 30 páginas. Ese momento en que dejas de preguntarte por qué aparece este título en La biblioteca de Carfax y deseas que su historia fuera un poco más larga.

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El libro de otro lugar, de China Miéville

El libro de otro lugarEs de admirar la honestidad de Keanu Reeves al reconocer que no escribió una palabra de El libro de otro lugar. Pierde un poco de agarre cuando se pone místico y añade que deseaba compartir el viaje con otro autor, pero tampoco hay que ponerse exquisitos. Esto de la escritura por designación, donde un autor pone el nombre y las/algunas ideas y el otro echa el resto, tiene su recorrido. A mi, por tradición y fidelidad a los grandes nombres de la cf, me gusta recordar las continuaciones de Cita con Rama firmadas al alimón entre Arthur C. Clarke y Gentry Lee, los libros de Venus Prime con los nombres de Arthur C. Clarke y Paul Preuss en la cubierta, o las tres novelas urdidas en “colaboración” entre Isaac Asimov y Robert Silverberg. Pero hay más. A poco que busques, ejemplos no te faltan.

Según lo veo, escribir las historias originales en las que se basan, ser el artífice de (la mayoría de las) ideas sobre las cuales se desarrollan las narraciones, no te convierte en el autor con derecho a tener tu nombre en posición de privilegio en la cubierta delantera. Al menos en El libro de otro lugar figura el nombre de China con el mismo tamaño que el de Keanu. Ese China MIéville que a estas alturas del siglo XXI debiera estar franquiciando su mundo de Bas-Lag y viviendo de los derechos de los videojuegos o la serie basada en su creación y, sin embargo, ha puesto su pluma al servicio de Keanu y la editorial que tuvo el ojo de promover esta novela. Saboteando desde dentro esta maniobra de la mercadotecnia de poner el fruto de tu trabajo al servicio del nombre que vende la obra. Sí, sabotea. Uno tiene a China como una persona con convicciones y si ha terminado formando parte de esta cadena de escrituras en colaboración, con un texto tan pretencioso, vacuo y, lo que es peor, aburrido, ha sido para poner cargas de demolición desde dentro.

No tengo pruebas. Tampoco dudas.

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Robocop

La subversión de la democracia por medio de las concentraciones del poder privado es, desde luego, un fenómeno familiar.

Noam Chomsky: Estados fallidos.

RoboCopDura, desoladora película donde las haya. Revisitas hoy Robocop y no sólo no ha perdido nada de fuerza sino que, en esta expansión de Estados policiales en la que vivimos, con la presencia invasora y psicopática de la policía en las calles, es más importante que nunca volver a ver la película con la que Paul Verhoeven –uno de los mejores directores europeos vivos– llegó a Estados Unidos, desde los Países Bajos, a finales de los años ochenta con su imaginario y su irreverencia.

En una Detroit asediada por la droga y las violencias derivadas del tráfico de la droga, presentan, en la sala de reuniones de la cúpula masculina y bien vestida de la megacorporación de turno, la última ratio en armamento policial (o militar): un robot (pelín ridículo, todo hay que decirlo), levemente avícola –si me preguntan yo diría que directamente gallináceo– que más que defender a la ciudadanía se percibe como un ataque a cualquier cosa que se desvíe un solo milímetro del orden privado, o, visto de otra manera, como un arma de la policía para defenderse –como institución– frente a los peligros del desenfrenado crimen urbano. Medio minuto después somos testigos de cómo la máquina, desajustada o no, tirotea a uno de los ejecutivos en una escena orquestada por Verhoeven con un frenético sentido del ritmo que será una de las constantes a lo largo de la película. Una escena de una violencia difícil de digerir.

Esos son los primeros compases de la película, un adelanto para que veamos dónde estamos a punto de entrar y en qué consiste ese cóctel de violencia de Estado, capitalismo y ciencia ficción urbana. El punto de partida es sencillo: Peter Weller, acompañado por Nancy Allen, su recién asignada pareja laboral, pronto recibirá más balazos que Faye Dunaway y Warren Beatty en Bonnie & Clyde, y de ahí pasará, ciencia ficción mediante, a ser el Robocop que todos conocemos.

El caso es que la película es tanto una radiografía de la violencia estructural de un Estado corrupto como la historia de alguien que en ese mundo quiere recuperar su humanidad. El lento camino a casa de alguien que está solo y herido.

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Cuadernos de humo sagrado, de Alan Moore

Cuadernos de humo sagradoLa frontera entre el artículo divulgativo y el ensayo mola cuando se aprovechan todas sus posibilidades. Tomemos como ejemplo el primero de los tres textos incluidos en Cuadernos de humo sagrado: “Buster Brown en las barricadas”. Alan Moore hace un repaso de la historia del cómic en EE.UU. y el Reino Unido desde sus orígenes, fuera de las esferas culturales tomadas como respetables, hasta su aceptación y conversión en una forma de arte respetable en su acepción de “novela gráfica”. En las 100 páginas que le lleva ese recorrido, recuerda algunos de sus nombres y obras más importantes con una componente personal relevante. Moore escribe desde su experiencia, imponiendo en el relato histórico un aspecto subjetivo que nunca oculta y le sirve para atar una serie de hechos que termina conectando desde un punto de vista ideológico.

El más llamativo es la explosión del pulp de los años 20. Según cuenta Moore, el motivo por el cuál la mayor parte de la industria impresora se encuentra en Canadá no se reduce solo a los costes del papel y la impresión; también se origina en el encubrimiento del tráfico de alcohol durante el dominio de la ley seca. Esto le permite establecer lazos que trascienden lo económico y abarcan desde la ruptura de un orden social estanco, donde la gente de bien se ve obligada por las circunstancias a romper la ley/las normas del “decoro” junto a personas con las que de otra manera jamás coincidiría, al fenómeno de usurpación de derechos de autor sobre la cuál se levantó todo el fenómeno de los personajes pulp y el mundo superheroico, sin el cual no podría haberse producido el lucro empresarial que a día de hoy da pingües beneficios en el cine o la producción de videojuegos. Una consecuencia de la apropiación de los derechos de autor iniciada en aquel período.

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