La reciente concesión del premio Nobel al escritor tanzano Abdulrazak Gurnah es, como casi todos los años, el recordatorio de que la literatura es inabarcable, de que, por mucha avidez y empeño que un lector ponga de su parte, le será imposible llegar a todos los rincones de su vasto territorio. El reino de los libros es casi infinito y las pistas desinteresadas por las que poder encontrar sus joyas más ocultas son, a menudo, bastante escasas. La calidad se esconde caprichosamente en localizaciones diversas, en los recovecos de mil lenguas, en el laberinto de géneros clasificatorios y en los particulares modos de creación, tan ligados a la sensibilidad e idiosincrasia de las distintas culturas. Y sobre todo ello impera el elemento comercial, que lo adultera todo. Piensen, por ejemplo, en que a los habitantes de Tanzania los apellidos Unamuno, Baroja o Delibes les sonarán tan marcianos como a un español el del actual premio Nobel de Literatura, a pesar de tratarse, como sabemos, de escritores monumentales. La triste verdad es que un lector, a lo largo de su vida, sólo tendrá conocimiento de un pequeño porcentaje de todo lo bueno que se ha escrito en la historia del mundo.
En la lucha por la notoriedad hay, en todo caso, literaturas que juegan con ventaja, como las escritas en lengua inglesa. No creo que haya que explicar los motivos, pero lo cierto es que es más difícil que a uno se le escapen joyas ocultas de la literatura anglosajona, o más bien de ciertos países, que de muchas otras. Al escritor E. M. Forster lo conoció medio mundo por el cine, al ser adaptadas sus cuatro principales novelas en la década de los 80, en el breve periodo de ocho años. El gran David Lean dirigió Pasaje a la India, pero fue James Ivory quien se especializó en Forster, llevando a la gran pantalla Una habitación con vistas, Maurice y Regreso a Howards End. Se trata de uno de esos escritores ingleses clásicos, carne de la BBC, atento a las interioridades de la alta burguesía inglesa y del colonialismo británico, pero, tal como destaca el crítico Harold Bloom en su análisis del escritor, siempre desde una cierta religiosidad no dogmática, centrada más bien en lo espiritual. La única obra suya que yo había leído hasta ahora, Pasaje a la India, cuadra perfectamente con esa descripción. En ella, el hinduismo y el país son tan importantes como la peripecia y los propios personajes. Hay un hálito de globalidad y misticismo en sus historias, una preocupación por la vuelta a las esencias, una perspectiva que encaja muy bien en nuestra época.
Pero les decía que uno nunca deja de llevarse sorpresas literarias, de descubrir cosas nuevas incluso en el campo que más ronda. E. M. Forster, de quien este lector esperaría historias de flema y dinastía a lo Evelyn Waugh o John Galsworthy, escribió en 1909 una novelilla corta, o más bien un cuento largo, que yo no conocía hasta ahora y cuya lectura, 112 años después de su publicación, he disfrutado enormemente. Porque a pesar de su escasa longitud, apenas 55 páginas, me ha parecido la mejor obra de ciencia ficción, la más actual, que he leído en mucho tiempo. La Máquina se para es interesante por varios motivos. La mayoría de ellos reside en su carácter distópico, tanto en lo que cuenta como en su significado literario. Forster describe un mundo futuro en el que la Humanidad ha renunciado a la superficie y vive en ciudades subterráneas, recluida y separada voluntariamente en apartamentos individuales. La dependencia de la civilización humana de la tecnología es total. La Máquina es la gran cuidadora, tanto del bienestar de las personas como de su propia supervivencia, detalle, este último, que esa sociedad adocenada ha acabado por olvidar. Su existencia eterna al servicio de los humanos se da por sentada, su figura está comenzando a revestirse de cierta religiosidad. La Máquina provee y permite que la vida, reducida a la comodidad suma, continúe. No hay casi contacto entre las personas; éstas se comunican y se ven utilizando artilugios sofisticados. El relato sólo cuenta con dos personajes definidos, Vashti, una mujer entrada en edad, y su hijo Kuno, que vive al otro extremo del mundo y le ruega que vaya a verle. Kuno es el consabido protagonista presente en toda distopía, el individuo que tiene una revelación. Tras realizar un viaje clandestino a la superficie, se da cuenta de que no viven en una utopía, sino en su reverso. Narra a su madre la experiencia que le ha abierto los ojos, pero fracasa en el intento de que ella abra los suyos. No volverá a aparecer mas que para decir una sola frase, el anuncio del fin.
Los dos protagonistas no tienen más profundidad que la que permite la corta extensión del relato, pero cumplen su función con creces. El estilo es cristalino, sencillo. Las descripciones son funcionales, pero producen el efecto deseado. En el breve viaje en aeronave de la madre le bastan unas pinceladas para darle un toque evocador a una Tierra abandonada en su superficie; el relato del hijo tiene sus momentos de descubrimiento y de pavor. A su vez, va añadiendo los detalles de la situación interna, siempre en pro de esa gran funcionalidad narrativa. Con pocos elementos logra dotar de verosimilitud a un mundo que ignora estar al borde del caos, pero su mayor logro reside en el contenido, en los distintos tropos que componen la historia y que se convertirán en habituales, en los años subsiguientes, dentro de la ciencia ficción. De hecho, hablaría de obra seminal e influenciadora directamente si no fuera por la perplejidad que me causa no haber sabido de ella hasta ahora. En España no ha tenido casi predicamento, pero es un relato que ha llegado a contar en antologías anglosajonas con lo mejor que ha dado la cf en distancia corta, al lado de cuentos escritos por los grandes nombres que cualquier aficionado lo suficientemente leído conoce.
Pero vayamos al grano. Temas que dan cuerpo a La Máquina se para y que veremos tratados de distintas maneras a lo largo del siglo. Pueden añadir las decenas que se les ocurran, estos son mis ejemplos: Del sometimiento de la Humanidad a una sola fuerza omnímoda, todo el subgénero de la distopía, desde el Nosotros de Zamiatin, la “precursora” escrita dos décadas después, a Un mundo feliz, en el que Huxley propone un método de sometimiento similar, por bienestar y adocenamiento. De la máquina como elemento perverso en la cima de la pirámide, el nuevo dios de los hombres, del “Respuesta” de Brown a “La Inteligencia Definitiva” de Merino, pasando por Asimov y decenas o cientos de autores (¿pero hay algún autor de cf que no haya escrito sobre la Humanidad a los pies de la máquina?). De la civilización relegada al subsuelo, y citando el cine por recurrir a la imagen, de La fuga de Logan a City of Ember, con las cuales comparte, inevitablemente, el final. De los seres humanos rendidos al confort tecnológico y el aislamiento de sus habitaciones, en contacto pero rehuyendo el trato físico con sus semejantes, desde El sol desnudo de Asimov al Ora:Cle de Kevin O’Donnell o, vaya, nuestro propio presente.
Porque ese es el otro asunto mayúsculo que presenta este relato. No sólo se proyecta al pasado, adelantando temáticas posteriormente sobadas de la literatura de ciencia ficción, sino que se muestra premonitorio, tremendamente atinado con el futuro. Y en esto aclaro previamente que (quienes me conocen lo saben) no le tengo ningún afecto, más bien lo contrario, al carácter visionario del género. Me interesa la literatura, y como tal, me interesa la cf como alegoría, como metáfora del presente, tal como la defendía Ursula K. LeGuin. No leo libros de cf como quien va al vidente, sino porque muestran el pulso de la realidad y la exponen desde perspectivas nuevas, inimaginables previamente a la lectura. A prever satélites estacionarios no le doy más valor que el anecdótico. Que se acierte en algo impresiona por lo bien que se leyeron los problemas de la época en la que la obra fue escrita, pero no me parece otra cosa que una anécdota menor. Sin embargo, con La Máquina se para tengo que rendirme al acierto. No sólo porque sea gargantuesco, sino porque además de tratar un problema de nuestro presente, lo hace de una forma alegórica que proyecta la validez del peligro que anuncia hacia el futuro, hasta cobrar más sentido ahora que entonces.
La Máquina se para es la distopía que cualquier autor actual podría haber escrito para alertar sobre la preocupante y progresiva dependencia a la tecnología digital, smartphone mediante, y a las perversiones involutivas a las que podría conducir al ser humano. He de decir que, una vez más, me deja perplejo una maniobra editorial, en este caso la de publicitar esta narración por su carácter visionario del confinamiento pandémico, con el que no mantiene otro parecido que la casualidad. En el relato están aislados en sus apartamentos voluntariamente y en la realidad lo hemos estado a la fuerza, obligados por una causa mayor sanitaria. Creo, sinceramente, que se han quedado muy cortos. La crítica va mucho más allá del asunto encierro, apunta hacia un camino equivocado que tomamos hace unos años. De hecho, he ido a leer el libro la misma semana en la que se produjo el “apagón” de seis horas de las principales redes sociales localizadas en internet (Facebook, Instagram y Whatsapp). Algunos testimonios dados en los noticiarios televisivos, de jóvenes confesando haberse visto perdidos, mostrando en algunos casos síntomas del síndrome de abstinencia como son la ansiedad extrema o incluso el llanto, se parecen mucho a los temores expresados en el libro. Este relato de E. M. Forster apunta en la misma dirección que las inquietudes del popular filósofo Byung-Chui Han sobre la nueva sociedad que está propiciando el uso de los smartphones. Artículos que aluden a una nueva generación muda temerosa de hablar en directo por teléfono o a lo que supondría una apocalíptica caída de internet parecen inspirados en esta novela corta, tal es su capacidad premonitoria.
La obra es especial por lo predictivo, por el peligro cierto de ese hikikomori global al que podríamos dirigirnos. Se constituye en una excelente alegoría del encierro voluntario y la falta de contacto directo, de una Humanidad cautiva de la pantalla y sus contenidos, del servicio a domicilio y la comunicación a través de redes sociales indirectas, en lo que viene a ser una lectura virtuosa de un presente situado cien años después de su publicación. También es reseñable, como enumeré, por todas las subtemáticas que la vehiculan, que serán tratadas con fruición por los autores del género durante la siguiente centena de años. Pero es que, además, no sólo se adelanta al subgénero que más distinción otorgará a la cf en adelante, la distopía, sino que la propone distinta, de forma no sólo pionera, sino, en un aspecto esencial, contraria a la que va a preponderar posteriormente. Y es que no hay villano aquí, no hay dictador en esta distopía del ser humano sometido a la Máquina. Ni ésta es inteligente, ni malvada. Su estatus y presunta volición cuasi divina se los otorga la creencia de los propios sometidos. Son ellos quienes presumen existencia y designio en una entelequia. El infierno de la falsa utopía no tiene más causante que el propio ser humano, la Máquina que otorga la falsa felicidad no es más que eso, una máquina sin intención ni vida, a la que se ha otorgado el destino de los ciudadanos por dejación, por renuncia a otra cosa que no sea la felicidad material que proporciona.
Y es que la obra es, precisamente, un aviso, un dedo que señala al peligro de rendirlo todo a la comodidad proporcionada por la tecnología, a la pérdida del contacto directo y de los valores espirituales y apegados a la tierra, a lo que hasta hace poco nos definía. No se trata de un ejercicio ludita, de un alegato antitecnológico, sino de una llamada a no perder las raíces de la humanidad, a lo que nos definía hasta hace poco como humanos. Volviendo a las palabras de Harold Bloom, que describía a E. M. Forster como librepensador y humanista laico: “(en sus obras) Forster desea hacernos ver, esperanzado de que al ver podamos aprender a conectar con nosotros y con los demás”. Un anhelo que cobra aún más sentido en nuestros días. Ya pueden levantar la vista de la pantalla.
La Máquina se para, de E. M. Forster 2ª edición (Ediciones El salmón, 2021)
The Machine Stops (1909)
Trad. Javier Rodríguez Hidalgo
94 pp. Rústica. 13,95€
Ficha en la web de la editorial