El predominio anglófono en la literatura de ciencia ficción está completamente aceptado. Hasta hace unos años, al menos. De todos modos, eso no nos tiene que hacer olvidar una tarea que viene implícita en la aceptación de esa realidad: descubrir lo que está sepultado por esas obras en inglés que acaparan las estanterías de nuestro género. Fuera del idioma están Stanislaw Lem, Jean-Pierre Andrevon, Rafael Marín y otros muchos, sí. Pero hay más. Y, de entre esas figuras que destacan en la multitud, está, algo olvidado, el italiano Stefano Benni y su novela ochentera ¡Tierra!
Después de la sexta guerra mundial, la Tierra queda cubierta por una aplastante capa de hielo, y robots y humanos, al recibir la noticia de un capitán medio loco que ha encontrado un planeta con condiciones para la vida, saltan a las estrellas para llegar hasta allí, colonizarlo y sobrevivir. A la vez, descubren en las ruinas de Cuzco una fuente de energía que, quién sabe, podría llegar a restaurar los recursos perdidos de la Tierra.
Parecida en sus descripciones de una Tierra congelada a La nave de los hielos, de Michael Moorcock, o a la extraña novela Hielo, de Anna Kavan, ¡Tierra! plantea un escenario de protagonismos compartidos. Desde una primera pincelada melviliana en la que unos personajes se embarcan en una nave capitaneada por un émulo de Ahab, hasta las diferentes naves que compiten, por así decir, para llegar primero al extraño pero esperanzador descubrimiento de Van Cram –el capitán medio loco–, tenemos en ¡Tierra! una novela coral, humorística y atrevida, que se mete en distintos frentes sin perder el nervio y la garra. Nos describe partidas de ajedrez con fichas alienígenas que se aprenden los movimientos por sí solas, o cómo y por qué se reciclan las partes de un robot, o el ciclo infinito de piratas que roban a los ricos para dárselo a los pobres, que a su vez acaban haciéndose ricos hasta que llegan otros piratas para robarles y darles su riqueza otra vez a los pobres, y así para siempre en un bucle infinito; todo esto de camino al planeta nuevo.
Es una novela que narra en marcha, complaciéndose en las digresiones de sus múltiples grupos de protagonistas: en la nave que va de camino a lo que conocen como Tierra 2, o la Tierra preglacial, el capitán rememora antiguas expediciones, como la que le llevó al planeta “de la Sagrada Mierda”, y eso le permite a Benni ampliar el radio de su historia, del sentido de la maravilla de su novela coral; mientras tanto, en la Tierra avanzan en su descubrimiento de lo que oculta la ciudad perdida de Cuzco. ¡Tierra! es divertida y está llena de ironías edificantes, y, aunque quizá salte de un grupo de personajes a otro demasiado rápido, ¿qué puede tener de malo una novela en la que se defina a Elvis como “el hombre que canta y mueve un poco todo”.
Hay un quiebro final en las expectativas que –esta vez sí– funciona y sorprende (aunque la empuje un poco más al tópico que antes del quiebro). La novela, entretenida y destacable en el panorama de novelas europeas de ciencia ficción, no es, de todos modos, una obra maestra, ni aprovecha todos las posibilidades que plantea: podría haber ahondado más en ese planetoide al que llaman Tierra 2, o podría haberla hecho (aún) más digresiva, y aprovechar esos surcos, porque, tal como está, lo hace a medias. El caso es que quizá ¡Tierra!, aparte de ser una buena, recomendable novela, pueda dar pie a dejar la reseña y centrarse en otra cosa algo más difícil de abordar, que es la relación entre ciencia ficción y sentido del humor.
En series de animación como Futurama, Rick y Morty o Final Space está de sobra demostrado que el humor, en ciencia ficción, funciona; o en cine, con Dark Star, Mars Attacks!, Men in Black o El quinto elemento (no me quiero pasar con los ejemplos, y los pongo tal como me vienen), pero en literatura, aparte de las consabidas excepciones, no sé si ha acabado alguna vez de funcionar. La sátira y la parodia sí, desde siempre, pero el humor abierto cuyas únicas intenciones sean las tan sanas de hacer reír, no tanto. Destacados ejemplos pongo pocos pero se pueden añadir otros, de novelas donde la unión entre géneros funciona: Las sirenas de Titán, La guía del autoestopista galáctico y Diario de las estrellas.
Ejemplos que no, hay, también, unos cuantos. Pero ¿por qué no siempre encajan esas idiosincrasias? Esto es una percepción, una sensación. Algo que no tiene por qué ser cierto ni falso, ni compartido ni apoyado, pero creo que la ciencia ficción permite deformar la realidad de una manera que, en manos torpes, puede llevar a la simple exageración gratuita, al gesto desmedido por el gesto desmedido, a la gracieta tontorrona y autoconclusiva como en las primeras comedias de John Landis (en literatura pienso en la reciente novela Space Opera, de Catherynne M. Valente), con la única voluntad no ya de hacer reír o llamar la atención de algo, sino de llamar la atención sobre uno mismo para ver lo atrevida que ha sido nuestra última ocurrencia. Total, como es ciencia ficción, me puedo inventar lo que quiera para hacer la gracia, que servirá. Pero no basta con imaginar lo ridículo. Lo ridículo tiene que funcionar en contexto, como contraste a otra cosa más solemne para que destaquen las naturalezas intrínsecamente contrapuestas de esas realidades, y el choque, así, tenga un sentido oposicional que puede hacer que se recalibre el marco en que se da esa contraposición. Lo ridículo simplemente porque sí, depende: el riesgo de caer en la autocaricatura involuntaria es muy elevado. (Nada de esto pasa en la novela de Stefano Benni, por cierto).
Sí, sin duda, el humor es, de cuantas existen, una de las habilidades humanas más relativas a cada uno, que más depende de la receptividad de uno para que funcionen, pero inserto en el marco adulterador de la ciencia ficción, el humor puede convertirse en una herramienta para epatar, sólo para epatar, y eso puede hacer que caiga en un imaginario chorra e inmaduro, apartado de todas las conocidas virtudes que tiene. (Epatar por epatar no tiene nada de malo; pero hay que ser consciente de ello, de lo que tiene, ese gesto, de mecanismo autosuficiente de radio de acción limitado, y puede desvirtuar tanto el imaginario del que se sirve para sus fines, como al autor y al espectador).
Se puede optar por un humor cafre que funcionará o no según el público, pero ese humor vendrá únicamente de un imaginario distorsionado exprofeso para hacer gracia, más que para hacer reír, como el cómico que, cuando ya no sabe qué hacer, aprieta un botón en la flor de su solapa para empapar al público; y el que paga eso suele ser el imaginario cienciaficcionesco (porque se empobrece). Bueno, el riesgo es que el sentido del humor, subordinado a estas posibilidades que ofrece la ciencia ficción de surgir en medio de distorsiones cósmicas, puede percibirse como un espectáculo vacío de pirotecnia efímera. Sí, imaginemos ahora un alienígena con forma de zapato de charol. No sé. La ciencia ficción nos ofrece la posibilidad de imaginar un planeta entero, si queremos, o una galaxia entera habitada por sentientes zapatos de charol, pero para hacerlo, y para hacerlo bien, hay que hacerlo con una intención que no sea sólo ‘voy a ver qué imagen más estrambótica se me ocurre hoy’. Tiene que tener sentido. O ser un humor absurdo, que sea en sí mismo un sinsentido, pero apuntalado por un contexto que lo justifique, porque sino veremos el triunfo de la chorrada. Un humor como el de Philip K. Dick, por ejemplo, más lingüístico, irónico y menos visual, tal vez haría que funcionase más (o más a menudo) la relación entre humor y ciencia ficción. O el de Benni, sutil y desarmante. (Aclaro: nada de esto quiere decir que no me haya reído con ese tipo de humor visual, pero suele ser el que menos funciona, el más vacuo y ruidoso).
Yo no sé si esto es compartido o no, ni por qué en cine sí y en literatura, a menudo, no tanto, pero las cosas a veces suceden así. Otro binomio a estudiar es el de la ciencia ficción y el terror, quizá más rico en cine que en literatura, con frutos mucho más estimulantes y mejor conseguidos, la verdad, dado que el humor, lamentablemente, se ha visto reducido demasiadas veces, como digo, a ese gesto de “a ver quién la dice más gorda”, tan popular y extendido en esa preadolescencia que normalmente se deja atrás, y que a menudo cansa.