El reciente Pulitzer a Colson Whitehead por El ferrocarril subterráneo se ha traducido en la recuperación de dos obras ya publicadas y hasta hace unas semanas fuera de catálogo: su personal guía sobre la Gran Manzana, El coloso de Nueva York, y esta Zona Uno. Una narración de temática zombie traducida en 2012 y reimpresa hace unas semanas por Destino. Como utilizar la etiqueta zombie estigmatiza casi al mismo nivel que decir que tocas el bajo en un grupo de agropop o escribes novelas post-románticas, al realizar las aclaraciones pertinentes sobre Zona uno se suele precisar que a) no parece un libro de muertos vivientes y b) lo importante es la parte literaria del texto. Se entienda lo que se entienda por esto. En ocasiones también se alude a c) lo mortalmente aburrida que resulta y d) la falta de carisma de sus personajes. Así, entrando por la directa.
A las pocas páginas ya es evidente cómo Zona uno se aleja de los patrones más trillados en los relatos de muertos vivientes. No en lo que suele resultar mejor recibido: el escenario. Whitehead se mantiene fiel al canon en su criatura, la imaginería y el resto de recursos argumentales: te muerden y después de la muerte te aguarda un regreso a la vida; los personajes se desempeñan entre los vestigios de la sociedad desaparecida; hay un atisbo de reconstrucción… Lo radical de su propuesta surge de su libro de estilo, en las antípodas a los grandes éxitos Z tanto en ventas nacionales (los inconsistentes Apocalipsis Z o Los caminantes) como foráneos (Guerra Mundial Z). Su mirada y, sobre todo, la manera de estructurar y contar su narración participan de estándares ajenos a la épica del superviviente o el giro en la trama. Mientras, cultiva un discurso concienzudo obsesionado con retratar el paisaje interior, la nueva sociedad tras el desastre y los vínculos de ambos con sus existencias anteriores.
Whitehead marca la estructura en tres secciones sin la menor intención de aproximarse a un argumento planteamiento-nudo-desenlace. Tampoco obedece a una secuencia temporal única. Aunque sus encabezamientos se corresponden con un día concreto de un fin de semana, 72 horas durante las cuales su protagonista, Mark Spitz, desempeña tareas de limpieza por las calles de Manhattan, se sirve de esa acción para desplazarse por su pasado. Antes y, sobre todo, después de la llamada última noche; el momento en que saltó por los aires la civilización humana, las fachadas cayeron y todo el mundo comenzó a correr por su vida. Mediante este recurso establece un flujo narrativo turbulento donde cada acción conduce al narrador omnisciente a mirar en el recuerdo de los diferentes personajes, su conexión con los lugares por los que atraviesan, su motivación para estar allí, sus secretos inconfesables… En este flujo de la conciencia sui generis el lector lidia con una mezcla de recuerdos cuyo objetivo no termina de apreciarse hasta bien avanzada la extensión de Zona uno.
En las calles de Manhattan, una vez más encrucijada de personas y experiencias, se fraguan situaciones que entremezclan el horror con lo cotidiano y cristalizan sentimientos contenidos y pequeñas dosis de comedia negra. Cada personaje se aferra a su perpetuo síndrome de estrés postraumático, clave en su adaptación a este contexto, donde el hábito de ir a la oficina o quedarte un fin de semana en el sofá viendo tres temporadas y media de las series del momento ha sido reemplazado por nuevas (o no tan nuevas) fuentes de abulia.
En frente Whitehead sitúa las “unidades” infecciosas habituales: los skels, el 99% de la masa de infectados. Y los straggs, el 1% restante, seres que en vez de correr hacia los supervivientes, asediar sus refugios y devorar sus cerebros, regresaron a un lugar relevante de su pasado y quedaron atrapados en un bucle costumbrista: golpear con una raqueta una pelota imaginaria, volar una cometa ya inexistente… Una acción que, se interpreta, les llenaba de felicidad. Al principio se contemplan con una cierta comicidad, sin embargo pronto producen más miedo que los skels. Hay gente que anhela su estado porque han recobrado un fragmento de una vida que jamás volverá. Pero también exacerban la corrupción producida por el apocalipsis; son el vivo ejemplo de la aniquilación de una inocencia que el día a día previo al fin del mundo ya había quebrado. Un detalle evidente en la descripción de un Mark Spitz aterrado ante la rutina y la carencia de estímulos. Ingredientes que la sociedad emergente incluye por arrobas.
Al tradicional control férreo la recuperación de un sistema estratificado, la refundación de un nuevo estado de Nueva York se establece desde un patrón capitalista sin mecanismos de redistribución. Una reconstrucción que mantiene al nuevo-viejo proletariado abocado a una alienación si cabe mayor a los días previos a la última noche, limpiando calles y casas para el uso y disfrute de otros. El alcohol, las conversaciones sobre los nuevos iconos pop, cualquier atisbo de plan futuro, apenas pueden ocultar el sinsentido del día a día, entre el cual llega a vislumbrarse el paradójico deseo por un nuevo colapso.
Huelga decir que si en el contenido y su perspectiva Whitehead huye de las fórmulas, en la forma también se mantiene alejado de ellas. Una y otra vez contrapone una serie de elementos físicos (los vehículos que conducías, la receta del pavo que tomabas en acción de gracias…) desde los prismas del antes/la nostalgia, y el ahora/la opresión/la ausencia de objetivos. Alterna las oraciones extensas, que caracolean en sus descripciones, con otras breves que las puntean de manera lapidaria. Los recursos retóricos y la gama de adjetivos para ilustrar las acciones y describir el paisaje son necesariamente violentos, decrépitos y se enriquecen con un tono cáustico que ayuda a fijar un discurso ácido.
Si alguien me ha seguido hasta aquí, es evidente que aprecio el esfuerzo por construir este paisaje interior en una temática muchas veces perdida en clichés reiterativos y, para qué negarlo, superficiales. Sin embargo su éxito camina inseparable de su pequeño fracaso: al prescindir de una trama convencional y de un argumento nítido, el relato deviene en errático y, ocasionalmente, se torna tedioso. Aunque abundan las imágenes clarividentes y los arranques de humor, la extensión se antoja desmesurada para su propósito en una narración tan quebrada. Esa forma que enriquece Zona uno y le ayuda a alcanzar su sentido también la zancadillea y te conduce a saltarte líneas o párrafos cuando Whitehead se recrea en otra frase de más o esa situación ya vista
Como lector puntual aficionado a la temática Z, Zona uno me ha parecido una buena lectura. Aporta valor a un estereotipo casi siempre acusado de haber agotado cualquier aportación posible a la literatura. Asimismo, aunque no comparto los puntos c) y d) de mi introducción, me es imposible contradecir el por qué de dicha sensación. Desde luego los adictos a las grandes gestas, la épica de unos pocos frente a muchos, la confrontación y posterior superación de lo abyecto, no van a encontrar entre estas páginas nada de lo que pueden estar buscando.
Zona uno (Destino, Col. Áncora & Delfín, 2017)
Zone One (2011)
Traducción: Mireia Carol Gres
Rústica. 336pp. 18 €
Ficha en La web de la editorial