
Viejo Siglo XX
Vaya por delante una cuestión importante. Aprecio sobremanera a Haldeman como escritor, y tengo a La guerra interminable como ni novela preferida de ciencia ficción. No digo que sea la mejor, aunque si podría estar en un hipotético top ten; simplemente afirmo que es la obra de este género con la que más he disfrutado. Y empiezo por aquí porque no me queda más remedio que decir, con gran dolor de mi corazón, que Viejo Siglo XX es un libro flojo donde los haya, lo peor que se ha publicado de este autor en nuestro país e indigno de él. Es lamentable ver cómo, con demasiada frecuencia, muchos escritores pierden el rumbo al final de su carrera y sus últimos libros parecen ser una parodia de sus obras maestras iniciales. Le pasó al gran Heinlein con bazofias como El número de la Bestia o El gato que atravesaba las paredes, les está pasando al revolucionario Silverberg, cuya Roma eterna es una burla a su profesionalidad, y, parece, también a Haldeman.
Viejo Siglo XX hace aguas por demasiados sitios. Desde un punto de vista estrictamente narrativo la historia es un palimpsesto de demasiados temas que difícilmente encajan entre sí: inmortalidad, exploración espacial, realidad virtual, inteligencias artificiales, tecnofobia y un recorrido nostálgico por nuestro siglo XX. Demasiadas cosas en muy poco espacio y sin acabar de centrarse en ninguna de ellas convierten al libro en una coctelera caótica sin pies ni cabeza. Haldeman es como un malabarista que intenta mantener en el aire un objeto tras otro hasta que, al final, todos se estrellan en el suelo.
Tampoco podemos obviar algo tan sencillo como la credibilidad y la lógica interna que fallan también por la base. Me explico. Que los inmortales protagonistas decidan iniciar una viaje de exploración espacial de siglos posee su razón de ser, qué hacer si no con toda la eternidad por delante. Que una máquina de realidad virtual de gran complejidad donde se recrea el siglo XX sea la principal diversión de esta nueva sociedad puede ser un tanto excéntrico pero tampoco nada raro si pensamos en algunas de nuestras diversiones. Pero que dicha máquina –enorme y compleja– se embarque en una de las naves de exploración, con parte del equipo técnico que la mantiene en marcha, y que su funcionamiento sea la gran obsesión social y política de los cientos de tripulantes a mi, personalmente, me resulta absurdo y sin sentido. ¿Se imagina alguien a Colón metiendo una plaza de toros en la Santa Maria, y a toda la marinería preocupada por si el ganado es bravo o manso mientras navegan por medio del Atlántico rumbo a lo desconocido? A mí, desde luego no. Se ve que a Haldeman, en cambio, le parece de lo más normal.
Por supuesto, los problemas no acaban aquí. Parte de la supuesta gracia del libro es su final, aparentemente, sorpresa y que, sin querer destripar en exceso la trama, tiene un cierto aire dickiano. El problema es que imitar a Dick parece fácil pero no lo es. Casi nadie lo ha conseguido y Haldeman es, seguramente, el candidato menos probable para seguir los pasos del maestro de la quiebra de la realidad. Con todo, lo más tremendo de este final sorpresa es su escasa originalidad –lo que resulta fatal cuando uno busca sorprender– y lo abrupto de su presentación. Sencillamente, no tiene sentido, ni se esperaba de ninguna manera, y, más bien, da la sensación de que a Haldeman se le acabaron las ideas, dejó de divagar sin rumbo fijo y puso punto final a una historia que se la había ido de las manos y que no sabía muy bien que hacer con ella.
Hay otros elementos, si se quiere, menores que tampoco acaban de ayudar a que la novela salga adelante. Presentar una Tercera Guerra Mundial en la que 200 millones de inmortales muy ricos exterminan a 7000 millones de mortales muy pobres que exigen que se reparta entre todos la droga de la vida eterna, es una idea tan provocadora como, por desgracia, realista. Sin embargo, mostrar el hecho como algo inevitable y con sinceras simpatías por los inmortales que, pobrecitos, se vieron obligados a tomar tan drásticas medidas es repugnante y suena cuasi-fascista –o neocon, vistos los tiempos que corren–. Una deriva intelectual bastante desgraciada para un ex-combatiente de Vietnam autor de la obra definitiva sobre este conflicto y rebosante de un pacifismo demoledor.
Que en uno de los viajes al siglo XX los protagonistas paseen por la Barcelona de Gaudi en los años 20 podría ser un guiño atractivo para el lector español. Que ese viaje se convierte en una españolada a lo Carmen, con gitanos bailando flamenco en las Ramblas y comentarios sobre los catalanes como «aún les dejaban hablar su lengua», roza lo delirante.
Pero, como no podía ser de otra manera, hay una serie de cuestiones que afectan estrictamente el universo haldemaniano y que, en cierta forma, traicionan muchas de los ejes que surcan su obra desde los 70. Que Haldeman pisó una mina que le destrozó en parte las piernas y los genitales, es un hecho conocido de su biografía. Que utilice ese episodio como parte de sus herramientas literarias entra dentro de la lógica. Que dicha vivencia se convierta en un párrafo obligado en casi todas sus narraciones acaba aburriendo, sobre todo cuando ocurre de forma, muy a menudo, gratuita como es el caso de esta novela.
Haldeman, como ya he comentado, inició su carrera como pacifista y mantuvo esa línea durante mucho tiempo y muchos relatos. Y, sin embargo, es difícil encontrar esa idea en esta novela, lo que en sí no sería malo si no fuera por que aparecen demasiadas escenas violentas y/o sangrientas, en muchísimos casos totalmente gratuitas y que poco aportan a la trama. Mostrar Gallipolli como parte de las miserias del siglo XX tiene su sentido, recrearse en Tarawa puede resultar reiterativo, volver a Vietnam en el 68 o a la Tercera Guerra Mundial empieza a sonar morboso. Por no hablar de dos escenas que no tienen mucha lógica narrativa excepto el simple placer de describir un espectáculo sangriento y repugnante. Me estoy refiriendo a las largas escenas de la persecución y muerte del pato y de la autopsia al primer inmortal fallecido. No aportan nada a la trama y sólo son una muestra de mal gusto y atracción por la sangre.
Haldeman, además, es responsable de una de las historias románticas más potentes de la ciencia ficción, –hablo, una vez más de La guerra interminable–, género no especialmente dado a este tipo de efusiones. La relación sentimental que aparece, en cambio, en Viejo Siglo XX no es que no esté a la altura de aquel amor más allá del tiempo y el espacio, si no que es absurda, rutinaria y sosa, tremendamente sosa. Lo que, no cabe duda, para una historia de amor resulta desastroso.
Por último, no puedo dejar de tener la sensación de que Viejo Siglo XX no deja de ser una especie de remix de antiguos grandes éxitos sin pizca de originalidad. La historia de amor y la omnipresencia de la guerra suenan a La guerra interminable, la vida en una nave espacial y el escenario post-apocalipsis a la Trilogía de los mundos, el tratamiento de la inmortalidad es una continuación no declarada de Compradores de tiempo, etc, etc, etc.
Triste es la palabra que mejor resume esta novela, no por que sea una obra melancólica sino por que refleja la sensación que le queda al lector que aprecia a Haldeman y que no soporta que haya caído tan bajo. Y triste también es la trayectoria, hasta hoy, de Ómicron. Excepto algún caso aislado –el más notable podría ser China Montaña Zhang–, esta colección de impecable diseño y excelente presentación, parece haberse especializado en autores de segunda fila y obras de similar categoría. Y, claro, así es muy complicado despegar y lograr el aprecio de los aficionados.
No puedo, finalmente, obviar el tema de la traducción, plagada de errores de vocabulario, de utilización fantasiosa de determinados verbos para describir ciertas acciones, y de preposiciones mal colocadas. Por desgracia, resulta tan pobre como la novela propiamente dicha.