Hay secuencias tan grabadas a fuego en el recuerdo durante la infancia que siguen volviendo décadas más tarde en los momentos más insospechados. Una de las imágenes de telediario que periódicamente regresa a mi memoria es el desahucio de Riaño. Con el paso de los años no sabría decir qué parte es “real” y cuál una recreación, pero aún recuerdo a la Guardia Civil protegiendo las excavadoras que, una a una, iban destruyendo las casas para evitar el regreso de sus habitantes en las semanas previas a la inundación del valle. Las cuatro o cinco veces que he pasado por Nuevo Riaño, el pueblo construido a la vera del pantano, han servido para potenciar unos recuerdos alimentados por situaciones análogas ocurridas en otros lugares como los alrededores del embalse de Yesa (Ruestas, Esco, Tiermas) o los intentos por ahora fallidos en Vega de Pas y Ayerbe. De ahí que cuando Julio Llamazares publicó su penúltimo libro, centrado en este éxodo forzado, resultara inevitable llegar a él.
La forma impuesta a Distintas formas de mirar el agua condiciona su lectura. Una familia acude al embalse del Porma, en el norte de la provincia de León, a llevar las cenizas de Domingo, el patriarca. Es la manera de satisfacer su última voluntad: reposar en las aguas que anegaron las casas del pequeño pueblo de Ferreras, inundado al igual que otra media docena de localidades del valle. Mientras asisten a la ceremonia, Llamazares se introduce en la mente de cada uno de ellos para alumbrar sus pensamientos. Es ese contenido el que da carta de naturaleza a la obra y, por extensión, al título. La mujer del difunto, sus hijos, sus parejas, sus nietos… se suceden en los diferentes capítulos y abren la puerta a distintas perspectivas sobre su relación mutua y sus raíces en el pueblo desaparecido. Hay recuerdos significativos de los que más tiempo convivieron con Domingo y otros más circunstanciales y nebulosos de los que apenas compartieron momentos puntuales. La hábil yuxtaposición de todos ellos crea una secuencia de imágenes, sentimientos y emociones muchas veces evidente, por previsible, mientras que otras sorprenden por cómo se alejan de los lugares comunes que, en el fondo, es en gran parte una vida.
Al desarraigo de la emigración forzosa se añaden detalles que acrecientan, si cabe, el drama como la pérdida de la capacidad de orientación al cambiar un lugar lleno de referencias como las montañas por los páramos de Tierra de Campos. Aunque su carga melancólica se centra en el recuerdo de todo lo que quedó atrás en Ferreras, ahora bajo millones de metros cúbicos de agua. Sin embargo este sentimiento de alienación se diluye cuando los miembros más jóvenes de la familia toman el testigo de la narración. Aunque no por ello esta cadena de recuerdos, sustentada en una entendible incomprensión generacional, conjura su tristeza. Entre la celebración de nuevas perspectivas vitales y una España que mira hacia el futuro se descubre el agujero de la desconexión con su pasado, el desconocimiento, su colonización con visiones míticas a veces en las antípodas de lo ocurrido.
Llamazares maneja con habilidad y pulcritud el discurso. Cada personaje habla, y calla, según sus intereses, algo de lo que apenas somos conscientes cuando pasamos a un nuevo recuerdo y se nos descubre una circunstancia que alguien prefirió no contar. Pero todo ello queda en segundo plano después del testimonio de Agustín, el hijo sobreprotegido por sus padres, tenido prácticamente como un incapaz y cuyas palabras revelan lo sesgado de ese juicio. La última y necesaria pieza del puzzle para formar el recuerdo incompleto de Domingo y el ondulante reflejo de su modo de vida, en su mayor parte enterrado bajo la superficie del pantano.
Sin embargo la retórica de Distintas formas de mirar el agua deja entrever un flanco descuidado. Independientemente del sexo, el origen, la educación, la extracción social… de cada asistente, su voz es, a excepción de Agustín, la misma. Un hilo de la conciencia engolado que sólo puedo entender como la voz de Llamazares hablándonos en falsete a través de la “boca” de cada uno de ellos. Algo comprensible desde el momento que es él mismo quien ha vivido esa historia (nació en Vegamián, el pueblo más grande sepultado bajo el embalse de Porma), pero un quebranto del pacto de ficción También la manera en la que está escrito, capítulos breves de diez, doce páginas cada uno, requiera una cierta distancia entre lectura y lectura para apreciar mejor las variaciones de cada testimonio. Taras que no atenúan el desconsuelo y la hermosura de este artefacto bien calibrado a la hora de acercarse a una de las transformaciones vividas en España en el último medio siglo y al recuerdo de lo que quedó atrás.
Distintas formas de mirar el agua (Alfaguara, 2015)
Rústica. 200 pp. 17.95 €
Ficha en La web de la editorial