La fiebre del heno, de Stanislaw Lem

La fiebre del heno

La fiebre del heno

Supongo que la literatura es como el queso. Si te gusta mucho lo comerás todos los días y nunca dirás que no a la hora de probar una clase desconocida. Será un placer picar aquí y allá y degustar quesos de diferentes tipos: más fuertes o más suaves, curados, frescos, picantes, salados, azules… Y, después de convertirte en un pequeño entendido y haberlos probado casi todos, habrá dos o tres que sean tus favoritos; aquellos imprescindibles cuya degustación es para ti toda una experiencia. Evidentemente, se trata de una cuestión de gustos, pero la calidad tiene mucho que decir. Siempre.

No todas las obras literarias de este siglo (perdón, del siglo pasado, aún cuesta acostumbrarse) pueden hablar por sí mismas y decirnos que su degustación es toda una experiencia. Continúa siendo una cuestión de gustos –donde tanto se puede discutir– pero sin duda la calidad literaria sigue mandando. La obra del polaco Stanislaw Lem puede calar o no en los gustos personales del lector, pero su calidad queda fuera de toda duda.

Los medios generalistas han escrito: muere Stanislaw Lem, autor de Solaris, llevada al cine con George Clooney de protagonista. Escaso mérito atribuido a quien ha dedicado toda una vida de esfuerzos a la literatura. Poca justicia para un hombre cuya visión de la ciencia ficción es una de las más personales de este género. Reducirlo, como ha pasado antes –y seguirá pasando– con tantos otros, a una pieza hollywoodiense, es mezquino. Pero es imposible cambiar el curso del mundo desde nuestros pequeños púlpitos. Sólo podemos empezar a hacerlo.

La fiebre del heno… una serie de hombres de mediana edad y similares características, que se encuentran solos de paso en Nápoles, enloquecen repentinamente hasta llegar al suicidio. Mientras las autoridades hallan nulo interés en el caso, un grupo privado contrata a un astronauta en la reserva para llevar a cabo una ardua y sorprendente investigación que encuentre el hilo conductor de esas muertes. De Nápoles a Roma, y de allí a París, siguiendo los pasos de una de las víctimas, el agente se sumerge en una situación que en ningún momento llega a controlar. El desenlace es inesperado.

Esto no es más que una forma basta (y bastarda) de intentar resumir un argumento que no se puede resumir fácilmente. Hablando de experiencias de lectura, Lem es todo un maestro proporcionándolas. Resulta imposible leer La fiebre del heno y no traer a la memoria a los autores que, con el checo Kafka a la cabeza, han propuesto con sus novelas un discurso que rompe con los presupuestos de nuestra vida cotidiana. Más que un discurso, supone una inmersión en una capacidad singular para contemplar la vida a través de un prisma que magnifica los detalles hasta convertirlos en una realidad asfixiante. Asfixia y un ligero horror cotidiano. No se trata, por tanto, de una fantasía prefabricada ni de una ciencia ficción planificada.

Novela de misterio, pues de un misterio se trata, La fiebre del heno sostiene una presencia tan solo tangencial de la ciencia ficción entre sus páginas, personalizada en ese fracasado astronauta que nunca llegó a pisar Marte y en tibios detalles dejados caer por aquí y por allá que nos alejan un tanto de nuestro propio continuo temporal, pero que están (en esta realidad loca que vivimos) al alcance de la mano en cualquier momento. No hay obligación ni marchamo, por tanto.

A través de los pasos físicos y, sobre todo, los pasos mentales del protagonista, se nos muestran una serie de acontecimientos y reflexiones que exigen una gran implicación por parte del lector. Es necesario (¿o, como veremos al final, no tan necesario?) no perderse ni una sola frase ni una palabra. Cosa que, de todas formas, Lem consigue sin problemas: a pesar de un entramado no precisamente cómodo, es imposible abandonar la lectura. Si el estilo aparenta una cierta frialdad, el misterio en que nos sumerge el escritor y la maravillosa forma en que la información se va desgranando, desde la primera página, choca frontalmente con esa apariencia superficial. ¿Novela policíaca con ribetes de existencialismo? ¿Materialización de una imposibilidad vital? Nada de lo que diga reemplaza su lectura. Hay algo, aquí, inaprensible. Literatura honda que, como digo, puede gustar más o menos, pero nunca dejar indiferente. Y, una vez más, que ese puede gustar más o menos no induzca a error. No es excusa ni deseo de desviar del tema principal. La prosa de Lem es exquisita y perfectamente legible a la vez; sus ideas, por otra parte, para nada son circunstanciales. La fiebre del heno puede disfrutarse tanto en 1976 como en 2006. Llamo la atención –aunque no es estrictamente necesario aquí y ahora– sobre el capítulo Roma-París y su veraz descripción del atentado en el aeropuerto. ¿Quién podría decir que ha sido escrito hace treinta años?

Estamos, pues, probablemente ante una de las obras de Lem menos mencionadas al hacer un repaso de su brillante trayectoria. Antes destella Solaris, como icono personal del autor. Su Congreso de Futurología, sus Diarios de las Estrellas… Pero, rendidos ante su obra, debemos reconocer que es una de las más compactas dentro de la literatura contemporánea. Nadie puede salir impasible (para bien o para mal) de la lectura de –pongamos al azar– Edén, donde también está presente la incapacidad del hombre para comprenderlo todo. Como dice un buen amigo mío: la vida es todo aquello que te pasa mientras tú haces otros planes. Frase que, en el entramado de esta novela, es perfectamente válida.

Intentar controlar la existencia es inútil. Racionalizar no sirve de nada. Buscando las respuestas jamás las hallaremos; ellas llegarán a nosotros por caminos insospechados. Estamos ante una obra que refleja nuestra incapacidad de instaurar un orden. Que nos refleja.

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