El arte de TOKYO GENSO. Visiones de un Japón inusitado

El arte de Tokyo Genso

Cuando era joven me gustaba practicar con un par de amigos un pequeño juego intelectual. Siempre me refería a él con el nombre de ejercicios de imaginación y consistía en cambiar alguno de los parámetros visuales de la realidad, o de cómo la percibíamos, para ver lo que salía y divertirnos con el resultado. Recuerdo una tarde concreta en la que, sentado con un amigo en un banco, frente a uno de los primeros grandes centros comerciales, le reté a imaginar qué veríamos si invisibilizábamos los muros, las paredes y todos los elementos sólidos que constituían la enorme construcción, dejando visibles sólo a los seres humanos. El resultado nos mostraba a la gente paseando en el vacío, subiendo y bajando en diagonal por el aire o parados mientras intercambiaban observaciones sobre algo que contemplaban en la nada. Propuse ir más allá y eliminar la opacidad de todo, incluida la ropa, para dejar a la vista sólo a las personas. Bajo esta nueva perspectiva, soslayando el asunto banal de los sexos, el conjunto era fascinante: todos parecían ridículos.

Muchos caminaban con las manos pegadas a la parte exterior de los muslos, algunos de ellos con los dedos extendidos, otros con los puños apretados. Un acto intrascendente como el de comerse un helado parecía absurdo. Una mujer acalorada giraba una de sus muñecas a pocos centímetros de su cara. Un paseante acercaba dos dedos estirados a su boca y luego soplaba tres largos segundos. Todos ellos realizaban gestos vacíos, más ridículos aún debido a la desnudez. Aquel simple cambio en un solo parámetro, el visual, delataba el sinsentido de nuestras acciones cotidianas cuando las despojábamos de una finalidad humana. Sacar conclusiones acercaba aquella práctica a los postulados del teatro del absurdo, pero lo que a mí me interesaba de verdad era la propia visión distinta de una realidad que, por conocida, encontraba aburrida. Lo divertido del cambio residía en la posibilidad de acceder a una fisonomía de la existencia inusitada y sumergirse en aquella sensación de extrañamiento.

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Mis últimas palabras, de Santiago H. Amigorena

Mis últimas palabrasPeople did not like it here.
Kurt Vonnegut

Se puede leer como una despedida a la humanidad. Como si el autor, Santiago H. Amigorena, le diera un sonoro portazo. Adaptada al cine en 2020, Mis últimas palabras se ha traducido ahora, a finales de 2022, y es una historia postapocalíptica que se lee, como digo, no como advertencia ni fantasía de supervivencia sino como reconvención, como un enorme y desesperado ‘te lo dije’ a la humanidad entera.

La base de la historia es sencilla: sobre la Tierra en agonía sólo queda el narrador. Estamos en el año 2086 y después de morir William Shakespeare (no el sonetista sino alguien –¡pero qué cosas!– que adopta su nombre), el único superviviente cuenta lo que ha sido su vida, el vaivén de violencia y escasez que han sido sus días en la Tierra, y lo que le han explicado que era la vida antes de las grandes sequías, las guerras y las plagas que acabaron con todo. El narrador nunca conoció nada que no fuese el vacío y la desolación.

Lo novela se construye en pequeños racimos de frases. En grupos de dos o tres. En extensiones, como máximo, de página o página y media, como si eso mismo reflejase el deterioro de la vida que se describe, las migajas o despojos de lo que podría haber sido un mundo.

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El clamor del silencio, de Wilson Tucker

El clamor del silencioDecir que la guerra tiene algo positivo sería (es, de hecho) una estupidez, pero lo cierto es que la atmósfera que se respira en estos momentos, cargada de ozono por los vientos que vienen de Ucrania, favorece la lectura de ciertos libros. Apetece volver a leer a Graham Greene o a John Le Carré y sumergirse en aquellas novelas de espías de posguerra y Guerra Fría que tenemos olvidadas hace años. O ir un poco más lejos y recuperar ficciones más radicales del mismo palo, como Tormenta roja, de Tom Clancy, o La tercera guerra mundial, del general John Hackett. E incluso, por qué no, ser más radical aún y releer esa ciencia ficción del miedo nuclear de los años 50 y 60 que tantos momentos de angustia placentera nos dio. Son tiempos propicios para recordar obras como La hora final, de Nevil Shute, o Dr. Bloodmoney, de Philip K. Dick, y también para intentar por primera vez algunas viejas novelas que se nos escaparon, de esas que ya sólo vemos en las ferias de ocasión, como El clamor del silencio, de Wilson Tucker.

La lectura de este último tipo de libros demuestra, a quien tuviera dudas, que la ciencia ficción no es un ejercicio de adivinación, que una historia que por fecha y materia de especulación pudiera parecer passeé sigue siendo válida como obra literaria, pues no otra cosa es, al fin y al cabo, la ciencia ficción sino literatura. La suspensión de incredulidad es una capacidad muy maleable, por eso le es posible al lector sumergirse en historias con fechas cumplidas hace décadas y acontecimientos que nunca ocurrieron (disfrutar de un subgénero como el steampunk y de ciertas ucronías sería, si no, imposible). Si la historia humana y los personajes tienen interés, si enganchan, entonces la localización temporal de los hechos no importa, ni tampoco que el elemento de crítica o estudio esté superado hace lustros. La ciencia ficción, debido a su esencia literaria, no tiene caducidad, se disfruta como arte.

Wilson Tucker se movía más a gusto en el mundo del fandom que en el de la escritura profesional. Su obra dentro de la no ficción es numerosa, aunque también escribió un buen número de relatos y novelas. Quizás la más conocida sea El año del sol tranquilo (1970), una historia de viajes en el tiempo con elemento político, pero sus dotes como escritor de ficción ya se habían hecho evidentes en El clamor del silencio (1952). En esta novela, los EE.UU. sufren un ataque nuclear y bacteriológico que asuela el este del territorio. El país queda dividido por el río Mississippi, con la parte “sana” convertida en un estado semimilitarizado que, buscando aislar la parte infectada y evitar que la radiación y la enfermedad se extiendan, aposta fuerzas a lo largo de su ribera y vuela la mayoría de los puentes de cruce. La novela sigue el recorrido del protagonista, el cabo Russell Gary, por la zona bombardeada. Describe sus esfuerzos por sobrevivir e intentar cruzar alguno de los puentes aún en pie, y también sus encuentros y relaciones con otros personajes, buena y mala gente por igual, a lo largo de varios años.

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Una propuesta de lectura de Mi año de descanso y relajación, de Ottessa Moshfegh

I felt like sleeping for five years but they wouldn’t let me.
Charles Bukowski

Mi año de descanso y relajaciónNo es casualidad que Eudald Espluga escogiera la novela Mi año de descanso y relajación de Ottessa Moshfegh para empezar su ensayo sobre el desgaste emocional y físico que define nuestro tiempo. En No seas tú mismo. Apuntes sobre una generación fatigada, Espluga mencionaba que la narradora “quiere desaparecer, perder la conciencia de su propia subjetividad” –tan asqueada está de todo–, y para eso necesita un entorno nuevo, desprendido del que ya conoce, que le permita ser algo diferente. Necesita que las exigencias, las emociones y el futuro que le espera, cambien. Necesita un mundo nuevo porque el que conoce, para ella, no sirve. Es así que se puede leer esta novela como un relato postapocalíptico, como un fin de mundo (o como la consecuencia de ese fin de mundo).

El título de la novela se refiere al año de descanso que se autorreceta la protagonista como cura ante la hostilidad del mundo en el que vive. Es el fin de la velocidad y la hiperabundancia de hechos que marcan la vida joven de la narradora que vive en Nueva York sin problemas económicos (por la por otra parte traumática herencia recibida por orfandad). Todo se detiene. En medio de esa vorágine de producción continua, de esa fatiga de la que habla Espluga en su ensayo, Moshfegh hace un alto en el camino, detiene la maquinaria, e imagina una historia en la que la protagonista y narradora no hace nada, absolutamente nada, más que dormir y empastillarse para dormir. Ese paréntesis, aparte de lo que tiene de rechazo de todo un sistema de vida, social y económico, del que no nos podemos escapar, o del que como mínimo parece que no nos podamos escapar, tiene muchos aires de relato postapocalíptico por lo que tiene de consecuencia devastada de un mundo en el que ya no se puede vivir.

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El rastro del rayo, de Rebecca Roanhorse

El rastro del rayoSi El rastro del rayo fuera una película, no hubiera tardado ni medio segundo en encontrar la palabra exacta para describirla: «palomitera». Y este adjetivo implica, claro, varias cosas. Por un lado, que se trata de una historia entretenida, escrita con solvencia y repleta de diálogos ágiles y personajes molones, lo que no es poca cosa. Por otro, que no hay en la novela demasiado que rascar más allá de esa diversión, un tanto facilona, que ofrece. Lo que no deja de llamarme la atención, tratándose de una obra ambientada en una Tierra devastada por el cambio climático y cuyos personajes pertenecen a una minoría oprimida. Ninguno de estos temas es, sin embargo, abordado en sus páginas, más allá de la mera enunciación.

El libro, primero de la saga de fantasía urbana «El sexto mundo», ganó en 2019 el Locus a mejor primera novela (en la portada se mencionan también los premios Hugo y Nebula, que la autora, Rebecca Roanhorse, recibió por un cuento anterior, «Bienvenido a su auténtica experiencia india»). La acción se desarrolla en una reserva navaja, uno de los pocos territorios que quedan en pie tras un apocalipsis climático (el Agua Grande) que inundó gran parte de los continentes y fue precedido por un conflicto bélico a gran escala (las Guerras de la Energía). El territorio está protegido del Agua Grande y otros peligros exteriores por la muralla de quince metros de altura que lo rodea, pero tiene sus propios problemas: los seres que pueblan las leyendas navajas, no siempre amables y bondadosos, han cobrado vida. Paralelamente, algunos humanos desarrollan poderes sobrenaturales relacionados con los atributos de los clanes a los que pertenecen.

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El año del diluvio, de Margaret Atwood

El año del diluvioEl año del diluvio tiene algo de decepcionante. Oryx y Crake se movía adelante y atrás entre dos tiempos y géneros antagónicos, la distopía y el postapocalíptico. Así, entrelazaba causas y consecuencias de un acontecimiento catastrófico en una incisiva reformulación de un futuro cercano. Su desenlace daba paso a un camino que podría haber abierto el foco y penetrar en una historia futura que resolviera la disyuntiva ¿es realmente el fin del mundo o simplemente un nuevo comienzo? El año del diluvio le arrea un martillazo a estas expectativas: mucho más que Oryx y Crake, la autora de El cuento de la criada indaga en facetas de la distopía que conducen hacia la historia postapocalíptica a través de una serie de personajes con un protagonismo marginal en la anterior novela. Esta decisión se sostiene sobre la voluntad de desarrollar nuevos reflejos de la relación especular entre la sociedad occidental y su proyección en esta ficción. Durante bastantes páginas se enrosca en situaciones que avanzan en una espiral muy próxima a un círculo. Y aunque llegado el momento el futuro vuelve a ponerse de manifiesto, lo leído refuerza la idea de que MaddAddam, la tercera y última novela de la secuencia, posiblemente trabaje en esta misma línea. Pero de eso ya hablaré en unas semanas, que ahora mismo estoy con su lectura.

Como apuntaba, en El año del diluvio se alternan dos tiempos: unas migas del presente después de que un virus mortal haya asolado el planeta y el recuerdo de ese pasado que llevó hasta ahí. Ambas secuencias se cuentan a través de dos protagonistas: Toby y Ren. Las secuencias de Toby se cuentan a través de un narrador omnisciente que alterna dos tiempos (presente y, sobre todo, pasado), y las de Ren se relatan en primera persona. Este encadenamiento y sucesión de puntos de vista y aspectos verbales le sirven a Atwood para abarcar una ambiciosa amplitud de mirada: el complejo escenario en el que ambas se desenvuelven y unas vicisitudes emocionales que ponen en primer plano la precariedad de dos mujeres enfrentadas a situaciones de abuso y sus procesos de supervivencia.

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Una propuesta de lectura de El desaparecido, de Franz Kafka

Lo que podía haber sido es una abstracción
que queda como perpetua posibilidad
sólo en un mundo de especulación.

T. S. Eliot

El desaparecidoSe suele traducir ahora como El desaparecido pero a la primera novela de Kafka se la conoce también, y quizá mejor, como América. La interrumpió varias veces –una para escribir La metamorfosis, la otra para escribir El proceso, así, como quien no quiere la cosa–.  De hecho, está inconclusa. Vemos que la propia escritura del libro ya refleja un aire de imposibilidad, de frustración de las expectativas, que es uno de sus temas centrales. Por la imposibilidad de llegar a destino, por el cíclico impedimento-de-ser que sufre el protagonista, creo que se puede leer la novela en clave claramente postapocalíptica.

Rimbaud se preguntaba qué era la eternidad, y se respondía que la mar mezclada con el sol. En Kafka, la eternidad, lo que existe en perpetuo e inmutable estado de ser constante, es un sentimiento: el del ser racional rechazado por un entorno absurdo y hostil. En Kafka la eternidad es una cara sonriente que te pide que te mueras, y accedes. Por eso esta novela, en el sentido del progresivo e imparable deterioro de las expectativas, me recuerda al relato postapocalíptico, a la devastación de todo lo vivo que se ve en esas narraciones. Si en Kafka se percibe la eternidad en ese sentimiento de negación, en las historias postapocalípticas se percibe en la ruina eternizada de su imaginario. Contienen partículas de eternidad, estas historias, aunque cada cual se desarrolle luego por sus propias vías particulares.

Karl, el protagonista de El desaparecido, llega a Nueva York para empezar una vida nueva. Eso vemos en la primera frase. A partir de ahí, todo va mal. El desaparecido es la paradoja de Zenón: por mucho que se intente, por mucho que el objetivo que se quiere alcanzar vaya lento y parezca que esté a mano, nunca se llega (Borges definió la paradoja, en “Aquiles y la tortuga”, uno de sus ensayos en Discusión, con su habitual excelencia. Iba a citar el párrafo entero pero se alargaba demasiado). Karl sufre una serie de impedimentos, todos perfectamente evitables, que hacen que conocer Nueva York sea imposible: encontrarse con un tío, ir a su casa, de ahí a la casa de campo de otro, etcétera, haciendo de su voluntad una fuerza cada vez más laxa, de sus expectativas algo más irreal.

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La puerta del cielo, de Ana Llurba

La puerta del cieloSerá tautológico pero lo diré igual: en todo relato postapocalíptico hay una involución. O dos. Por un lado, la física; por otro, la psíquica. Como ejemplo de la primera podemos escoger cualquier historia postapocalíptica, digamos Mundo desierto, de J. P. Andrevon, y veremos la devastación y las ruinas de nuestras ciudades y de nuestros pueblos; esa involución también puede ser física –en el sentido de corporal–, como la de los tumefactos cuerpos, estáticos y sedentarios, de la tripulación de la nave estelar en Wall-E; luego, como ejemplo de involución psíquica, quizá ninguna obra haya llegado tan lejos como Dudo Errante, de Russell Hoban, en la que el lenguaje mismo está capitidisminuido hasta el balbuceo. Esas involuciones se representan de manera particularmente escalofriante en algunos relatos, en algunas historias que, cuando nadie las ve, se juntan por afinidad y parentesco. Pienso en Plop, de Rafael Pinedo, en la ya mentada novela de Hoban, en Caminando hacia el fin del mundo, de Suzy McKee Charnas, en el cuento “Se han fundido las nieves, las nieves se han ido”, de James Tiptree, y ahora, para nuestra alegría desde su publicación en 2018, en La puerta del cielo, de Ana Llurba.

En la novela vemos los mecanismos de dominación de la autoridad, vemos las consecuencias de la superstición, el miedo a lo conocido y a lo desconocido, vemos cómo el lenguaje condiciona tu percepción de la realidad (sobre lo que luego volveré), vemos violencia, vemos la religiosidad como ralentización de la actividad neuronal. La involución en la novela está impuesta, no tanto por la situación de derrumbe global, sino por el Comandante, figura de autoridad que rige la vida en el refugio de setenta metros cuadrados, conocido como la Nave, con la promesa de llevar a las protagonistas –presas sin saberlo– a Betelgeuse. Como ejemplo de un humor abismal y de cómo actúa el Comandante, esta frase: “El Comandante también era bastante convincente en el uso de la fuerza física para persuadirlas de que no había quedado nada allá afuera”. Sí, está derruido el mundo exterior, pero más lo están las imaginaciones condicionadas por la palabra dictatorial del Comandante.

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Descenso literario a los infiernos demográficos, de Andreu Domingo

Descenso literario a los infiernos demográficosIván Fernández Balbuena ya lo advirtió en su blog –faro capital (para mí) de la crítica de ciencia ficción cuando empecé a escribir sobre libros y cine–: el libro de Andreu Domingo, ya en 2011, había pasado desapercibido para “la mayoría de la gente”. Hoy, en este cansado 2021, podríamos repetir sus palabras una vez más. Descenso literario a los infiernos demográficos, finalista del premio Anagrama de ensayo en 2008, vinculando ciencia ficción y ciencias sociales, no se ha leído como cabría esperar. Quizá sea porque el ensayo estudia cómo la demografía y las soluciones políticas y sociales que se le han encontrado (natalistas vs maltusianos, básicamente, sobre lo que volveré más tarde), se han reflejado en la ciencia ficción, y no es, por tanto, un acercamiento estrictamente literario a las obras escogidas. A saber. Pero es mejor así, en realidad: Domingo ha estirado el alcance de la ciencia ficción, ha demostrado que puede servir para explicarnos ciertas parcelas de la realidad social. Que sirve y es útil.

La relación principal que distingue Andreu Domingo entre demografía y distopía es que la distopía, “en su esfuerzo por diseccionar los mecanismos de dominación”, “se ve forzada a tenerla en cuenta” (a la demografía, se entiende), como factor potencialmente desestabilizador. Me parece una buena definición aunque, en el fondo, diga más sobre el gobierno futuro y cómo éste impone su control a las masas que lo que dice sobre las masas mismas. He mencionado a natalistas y maltusianos: los primeros ven en el aumento de la población un aumento de poder del país; los segundos, en cambio, ven ese aumento como “la razón y extensión de la pobreza”. Y es ahí donde la ficción ha entrado a explorar las posibles ramificaciones humanas de esa confrontación.

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Oryx y Crake, de Margaret Atwood

Oryx y CrakeHan tenido que pasar 10 años para que una editorial retomara MaddAddam; la trilogía escrita por Margaret Atwood entre 2003 y 2013 cuya edición quedara inconclusa tras la publicación Oryx y Crake y El año del diluvio. Antes de traducir el inédito MaddAdam, Salamandra ha recuperando este verano los dos primeros volúmenes. Conviene recordar la excelente acogida entre el aficionado a la ciencia ficción del primero de ellos, una recepción que no se repitió con El año del diluvio, un poco por la curiosa concepción de esta novela sobre la cual ahora escribo. En Oryx y Crake Margaret Atwood carga el peso sobre la invención de dos escenarios bien delimitados en el tiempo y las relaciones causa-efecto. En ese contexto, la pequeña peripecia que comprende empieza y (más o menos) termina, con lo cual, sin más información, nadie puede aducir que se haya quedado colgado. Si a esto le añades los seis años transcurridos entre la traducción de este título y la publicación de El año del diluvio, la situación puede entenderse un poco mejor.

Aun a riesgo de repetirme, me ha sorprendido el peso que Margaret Atwood pone sobre la construcción del lugar narrativo. No tanto de los personajes y sus relaciones, sino sobre el escenario y su transmisión. Un aspecto crucial cuando estás ante una distopía y un postapocalíptico, las dos historias entrelazadas en Oryx y Crake, pero cuya relevancia es tan determinante que en muchos momentos el argumento se me ha antojado casi trivial. Además Atwood entrelaza una serie de ideas profundamente reaccionarias y perturbadoras en lo que se refiere a la relación del hombre con la tecnología y la naturaleza, y la ficcionalización de las tensiones de la sociedad occidental contemporánea, que siempre se sustentan sobre una elaboración concienzuda.

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