Oveja mansa, de Connie Willis

Oveja mansaCiertos libros se me atragantan y termino enemistado, con ellos y sus autores. En C hay muestras de ello (¡hola, Kim Stanley Robinson!), y algo así me sucedió con Connie Willis y Por no mencionar al perro. Después de disfrutar de varios cuentos, las dos novelas cortas incluidas en Remake y sufrir (en el mejor sentido de la palabra) con El día del juicio final, tropecé con el premio Hugo de 1999; una comedia muy alargada que abandoné antes de terminar. Así, otros libros suyos se quedaron en la estantería y… hasta hoy. Mi deuda más evidente con Willis era Oveja mansa. Sobre todo porque cerraba la lista de mejores novelas de ciencia ficción realizada por un grupo de críticos capitaneado por Julián Díez para La Factoría de Ideas. Supongo que veinte años más tarde ya estaba maduro para deshacerme de estas líneas rojas y apreciarla. Además Willis pone de su parte con una extensión muy ajustada a su contenido para urdir una comedia alocada a la mayor gloria de clásicos del cine como Sucedió una noche, Primera plana o La fiera de mi niña.

Oveja mansa se centra en una serie de ideas alineadas con su argumento y su estructura: concretamente la investigación en entornos dependientes de la financiación privada en dos campos a priori sin conexión: las modas, sus posibles orígenes y cómo gobiernan nuestras vidas; y la teoría del caos. Ambos ejes se convierten en parte fundamental del propio relato, algo particularmente visible en el último ámbito. Toda la trama se construye como un caso práctico de la teoría del caos. Willis convierte las relaciones humanas y sus consecuencias en un atractor narrativo; uno de los escasos ejemplos que tenemos de ciencia convertida en algo más que un elemento del argumento. Además hay una parte especulativa sobre las modas que postulan Oveja mansa como una novela de ciencia ficción.

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Recovering Apollo 8 and Other Stories, de Kristine Kathryn Rusch

Recovering Apollo 8 and Other StoriesViví la última edición en España de la revista Asimov’s desde una cierta decepción. En un contexto donde apenas la revista Gigamesh traducía relatos de fuste, los 21 números seleccionados por Domingo Santos y publicados por Robel fueron un continuo quiero y no puedo. Apenas “La niña muerta”, de José Antonio Cotrina, “El hielo”, de Steven Popkes , “La pequeña diosa”, de Ian McDonald y tres o cuatro relatos más destacaron por encima de la atonía general. Entre ese puñado de nombres que han perdurado en mi recuerdo está el de Kristine Kathryn Rusch. En el mismo número que “La niña muerta”, el 5, se incluyó “16 de junio en Anna’s”, una emocionante semblanza del sentimiento de pérdida y todo lo que desconocemos de las personas con las que más tiempo compartimos. Durante el año siguiente aparecieron en España otro par de historias de Rusch que realimentaron ese buen recuerdo: “Buceo en los restos del naufragio” y “El bosque por los árboles“. La curiosidad por leer alguna de sus colecciones de relatos me ha acompañado desde entonces y con Recovering Apollo 8 and Other Stories he satisfecho ese deseo. En esta ocasión revestido de un cierto amargor.

Ya he apuntado alguna vez mi evolución estos últimos lustros como lector. Un proceso alentado por el perfil de lecturas y escritores a los que me he ido exponiendo, cada vez más alejado del núcleo del fandom en el que estuve durante mi etapa en los foros de cyberdark. Y aunque todavía soy capaz de apreciar aquella ciencia ficción cultivada por los autores más próximos a las colecciones de género, me he descubierto cada vez más perezoso a la hora de acercarme a ellos. Esto es lo que, por ejemplo, me ha llevado a cambiar ligeramente mi valoración sobre “Buceo en los restos del naufragio”. Leí esta novela corta nada más salir el volumen del UPC con los agraciados en 2005, fundamentalmente por poder leer algo más de Rusch, y salí satisfecho. Aunque la percibí como una space opera muy conservadora, en las antípodas de la escrita por autores británicos surgidos a la sombra de Iain M. Banks, aprecié ese ejercicio de clasicismo sobre el descubrimiento de un pecio y su exploración por una partida de buscadores de fortuna. Quince años más tarde he vuelto a disfrutar con esta narración a mitad de camino de “La estrella de la plaga” y Horizonte final, que planta a una capitana ante un derrelicto y la continua tensión entre proteger a su tripulación y satisfacer sus respectivas codicias. La presentación de personajes y el desarrollo de la historia conforman un flujo muy bien establecido. Sin embargo, esta vez he trastabillado con una pobre dinámica de personajes, excesivamente vehiculares, y una atmósfera muy torpe a la hora de transmitir el peligro que encierra el descubrimiento.

Como al resto de la artillería pesada de Recovering Apollo 8 and Other Stories, la excesiva seriedad de los elementos del argumento y su transmisión deriva en una pérdida de sabor una vez se han expuesto sus principales guías. La pretendida búsqueda de verosimilitud conduce hacia una ausencia de color, de una amenaza más profunda, de un punto extravagante y la trama se abandona a un clímax insípido. “Buceo en los restos del naufragio” es entretenido pero, sin asideros para aferrarse a la memoria, languidece. Poco después Rusch regresó a esta historia para extenderla hasta la extensión de una novela, Diving into the Wreck, inicio de una serie con una quincena de entregas. Supongo que ha sido capaz de darle más mordiente.

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Guerra de regalos, un Orson Scott Card navideño

Guerra de regalosComo lo que queremos es reír y ser felices –¿por qué no íbamos a quererlo?– este año hay que celebrar la Navidad, si podemos, con algo más de intensidad de lo normal. Podemos animarnos –conscientes, sin embargo, de que quizá no todos puedan– con alguna lectura estimulante, celebratoria, que, sin solucionar nada, nos alivie un poco del peso acumulado de estos meses. Y si optamos por esa lectura de alegría, que nos cunda, al menos, con la prevención y humildad que declama José Ángel Valente en A modo de esperanza: “aunque sea ceniza, lo proclamo: ceniza. // Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora, / cuanto se me ha tendido a modo de esperanza”. Así y sólo así, yo diría, con estas precavidas consignas en mente, conscientes de su carácter ceniciento, podemos leer, esta Navidad, la Guerra de regalos de Orson Scott Card.

Si prescindimos del invasivo tufillo religioso de su autor –y sé que es mucho prescindir– encontraremos un relato navideño de familias quebradas, de traumas reprimidos. De dolorosos desasimientos que no te esperas en una novela corta protagonizada por niños en Navidad. Pero es que Scott Card ha entretejido espléndidamente bien las dos ramas de su cuento de Navidad: tenemos, por un lado, la historia enmarcada en el universo enderiano, con la Escuela de Batalla y la perenne hostilidad de los insectores como trasfondo, que entronca, por su ferocidad, con la estética y la ética estrictamente contranavideñas; y, por otro lado, tenemos la convivencia de unos niños sin infancia y todas las angustias que ello conlleva.

Así que no es la entrañable fiesta navideña descrita por Connie Willis en All Seated on the Ground, no: Guerra de regalos es un momento de celebración en el que se aprovecha esa misma laxitud para hacer aflorar sufrimientos silenciados y cuestionar costumbres heredadas. Vemos que el hermano de Ender recibe un trato muy hostil por parte de su familia (o sea que el héroe no viene de un entorno feliz), y luego está Zeck Morgan, el protagonista (criado por un violento pastor de iglesia que predica con lo que suelen predicar los fanáticos religiosos), que acaba siendo reclutado pese a su aureolado pacifismo.

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Ciclo del Centro Galáctico, de Gregory Benford

En el océano de la nocheAunque hayan estado más en boga que nunca en esta década que el maldito 2020 no acaba de cerrar, el gusto de la ciencia ficción por las series no es, ni mucho menos, algo reciente. Baste recordar que al mismísimo Julio Verne le gustaba establecer relaciones entre novelas y dar continuidad a ciertos personajes en distintas narraciones. Desde el principio, prolongar las historias y los universos en los que estas tienen lugar fue una beneficiosa estrategia editorial alentada por el propio autor, que contaba con las ventajas de tener ya ganados a muchos de los posibles lectores y de ahorrarse desgaste imaginativo y trabajo de documentación en la creación de sus mundos ficticios. El problema con las series vino con el paso de los decenios y la progresiva escalada del fenómeno, que ha acabado culminando en este siglo, tanto en la cf como en otros géneros de la literatura, en un abuso del concepto, en un fructífero estiramiento del chicle que ha producido monstruos, leviatanes de miles de páginas repletas de reiteraciones y de paja. Donde antes valía con una novela de 300 páginas, ahora no bastan ni 1200. La literatura al peso, de la que hay algunas muestras en el pasado, es hoy mayoritaria, hasta el punto de que una novela suele no ser algo independiente, sino sólo el primer paso. Si echamos un ojo a los premios a mejor novela en los últimos años, los Hugo, Nebula, Locus, etc., encontraremos que la novela ganadora de Cixin es la serie de Cixin, la novela de Jemisin es la serie de Jemisin, la novela de Leckie es la serie de Leckie y así todo.

En realidad, lo que ha aumentado es el número, la cantidad de obras planificadas previamente como inicio de algo mayor. Quizás antes no ocurriera con tantas novelas (ahora casi nadie se plantea algo unitario), pero sí con muchos de los libros más populares del año. Llama la atención, dado el éxito que tienen y han tenido las series, que tanto los medios como los aficionados de la cf le hayan dedicado un interés significativamente menor a la hora de elaborar listas, esos populares tops de grandes éxitos y mejores obras que tanto gusta publicar y discutir a críticos y lectores. Creo que el motivo viene dado por el desinterés actual por el pasado. Dada la salvaje diferencia entre esta década y todo lo anterior, debido a esa brecha temporal que se ha abierto entre la cf actual y la añeja, casi mundos aparte, se hace difícil practicar el ejercicio necesario de evaluación para aplicar comparativas y adjudicar puestos. ¿Están las series citadas más arriba a la altura de Dunes, Fundaciones e Hyperiones? ¿Resistirán el paso del tiempo como estas? ¿Serán recordadas? Difícil saberlo. Muchas de las series que en su día tuvieron gran fama y seguimiento hoy están semienterradas. ¿Los titerotes, los cheela, los pajeños? ¿Les suenan estos nombres a los aficionados más jóvenes? No lo creo. Hay una serie en concreto que, seguramente, muy pocos habrán leído, y que dudo que obtuviera lugar en una lista corta de las mejores series de cf de todos los tiempos. Sin embargo, yo le guardo mucho cariño, el suficiente para desempolvarla.

El Ciclo del Centro Galáctico, serie de seis novelas escrita por Gregory Benford, es peculiar en varios sentidos. Uno es el largo tiempo transcurrido entre la apertura y el cierre del ciclo, que va de 1977 a 1996, y que es incluso mayor si contamos la fecha de aparición en revista de la primera parte del primer libro, nada menos que 1973. Alrededor de veinte años a lo largo de tres décadas, en las que, sin mostrar influencias de la moda imperante en cada decenio y a pesar de los libros publicados por Benford entre medias ajenos a la serie, no se aprecia evolución en cuanto al estilo o modos de abordaje. La regularidad estilística es tan extraña como lo es su naturaleza narrativa, que, merced a un salto temporal enorme y a un cambio de los personajes protagonistas, divide en dos el arco central del ciclo, dedicando un par de novelas a unos personajes, tres a otros y una última a todos juntos. La serie es eminentemente hard, de ciencia ficción dura tal como se conocía en los 80, y progresa de principio a fin uniendo diversas subtramas, siempre dentro de las dos historias principales. Cada novela es diferente, y sólo uno de los libros parece prescindible. El tema central es la lucha de la Humanidad por la supervivencia en una Vía Láctea dominada por las máquinas, un argumento que, si bien ha sido tratado en bastantes obras del género (lo primero que me viene a la mente es Akasa Puspa), pocas veces se ha hecho con la profundidad y prodigalidad con que se muestra en esta serie. Veamos los libros uno a uno.

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Fracasando por placer (XIX): Antologías que más o menos pretendían ser globales y/o definitivas

New Está lleno de estrellas

Voy a ir un paso más en el comentario previo acerca de esa obsesión por hacer antologías tan propia de la ciencia ficción, centrándome en las que se han consagrado a presentar el género en su conjunto. Hay unas cuantas. Supongo que por un lado tienen gancho comercial dentro, y por otro pueden atraer a algún curioso completista de fuera. El caso es que van unas cuantas, y aunque ya hablé extensamente de la que tal vez sea la primera, Adventures in Time and Space, permítaseme un repaso breve a todas las que poseo, que creo que podrá ser útil a algún lector con el mismo tipo de trastorno psicológico (en realidad, lo hago porque seguro que aparece alguien que conoce otras que me faltan), o bien para quienes vayan a escribir un ensayo para un medio generalista sin tener ni idea de la historia del género y quieran tener la honradez intelectual de informarse mínimamente leyendo alguno de estos tochos.

Excluyo de este repaso a las antologías muy limitadas de alguna forma (a un año, a una revista, a un premio, a una temática), para ir a las que se supone que han escogido a calzón quitado los mejores relatos de la historia, o de un periodo suficientemente amplio, al parecer del seleccionador. También me salto las que han sido bautizadas en español con títulos rimbombantes pero en realidad se corresponden a contenidos menos ambiciosos: el caso más notable es el de Los mejores relatos de ciencia ficción, prologados por Narciso Ibáñez Serrador, que tuvo varias ediciones en Bruguera y se correspondía a dos antologías de buenos cuentos escogidos por Groff Conklin, puestas una detrás de otra.

Y no, no las he leído todas enteras, pero sí son para mí un muy útil material de referencia, por supuesto. Las coloco por orden de publicación original, aunque en muchas ocasiones tengo ediciones posteriores. Me abstengo de mencionar la ocasional inclusión de Cordwainer Smith por no insistir siempre en lo mismo.

Prepárense para el chaparrón de namedropping, estimados amigos, porque esta vez va a ser de órdago.  Sigue leyendo

Serpiente de sueño, de Vonda N. McIntyre

Serpiente del sueñoEs curioso cómo una cubierta puede echarte para atrás, sobre todo cuando eres adolescente. Recuerdo haber tenido en mis manos Serpiente del sueño hace 30 años, observar la ilustración de Óscar Chichoni y asociar su título a alguna historia donde un androide recorría garitos en una ciudad alienígena al mando de su banda de rock sinfónico. Quizá hoy le daría la vuelta para leer el texto de cubierta trasera y me quitaría los prejuicios, pero cuando tienes 15 tacos y no has abandonado la etapa “dame la última de Card/Herbert” te llevas Los creadores de dios o Maestro cantor antes que el libro del robot guitarrero. Años más tarde puedes regresar a él con más información, pero ya estás en otro momento y la suma de premios se ha convertido en un disuasor más que en un atractivo. Gafapastismo en vena.

Desde luego, la elección de las ilustraciones de Chichoni en los 80 por parte de Nova Ciencia Ficción compite en torpezas con las de Luis Royo para Gran Super Ficción, y entre todas esta se lleva la palma. Detrás de su imagen, Serpiente de sueño se descubre como una narración relativamente clásica que redefine un post-holocausto nuclear con elevadas dosis de optimismo y empatía. Una combinación nada común que se apoya sobre una protagonista esencial para esta concepción. Serpiente viaja por un lugar claramente reconocible, un yermo donde una serie de comunidades están en proceso de reconstruir la civilización, junto a sus tres serpientes. Gracias a ellas atiende, cura, vacuna, alivia el dolor a las personas que encuentra. La diversidad cultural de cada tribu entra en conflicto y se realimenta con la de la propia Serpiente y el gremio al cual representa. Ya desde el mismo inicio la necesidad de su labor choca con el miedo hacia sus utensilios de trabajo, mientras su falta de experiencia o la ignorancia de sus pacientes dificultan su competencia como sanadora.

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El bosque oscuro, de Cixin Liu

El bosque oscuroCixin Liu demuestra ambición en esta continuación de El problema de los tres cuerpos. Manteniéndose dentro del territorio esbozado, acierta a tocar nuevas teclas y amplía un marco temporal que ya no se extiende sólo al futuro cercano; llega a introducir un salto de 200 años necesario para encuadrar una nueva escala de distancias y tiempos. Asimismo, entre las diferentes tramas ideadas para hacer progresar el conflicto, aprecio la construcción de un subtexto que conecta significativamente las acciones de los personajes. También, una parte de estos esfuerzos se estrellan bien contra las limitaciones de Cixin como escritor, bien contra los excesos ya presentes en el anterior libro, ambos acrecentados por las más de 150 páginas que El bosque oscuro suma a la extensión.

La escena con la que se inicia la novela es elocuente en cuanto a enmarcar la pericia de Cixin Liu para el discurso poético. Una hormiga asciende por un paisaje liso y plagado de surcos. Mientras se desplaza por esa superficie, una lápida donde se encuentra grabado un nombre que es medio capaz de reconocer, asiste a la conversación de dos seres humanos y se convierte en testigo del nacimiento de un área de pensamiento, la sociología cósmica, esencial para el argumento. El pasaje tiene su sentido al enlazar con la equiparación de la humanidad como un grupo de insectos con la que terminaba El problema de los tres cuerpos. Además bosqueja un hecho fundamental para el desenlace de la presente novela. Pero por mucha evocación que pueda verse, la imagen choca con lo ridículo de convertir en testigo con una cierta comprensión a un ser incapaz de discernir el pensamiento humano.

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Luna de lobos, de Ian McDonald

Luna de lobosConstruir un buen culebrón no es moco de pavo. Y el logro se enreda sobremanera cuando, como parte del manejo de la trama y la tensión, se convierte en un elemento esencial la muerte de varios protagonistas. Las resurrecciones imposibles, las milagrosas recuperaciones del coma, las reconstrucciones corporales gracias al transmigrificador molecular, nunca llegan a funcionar tan bien como en el más-allá-de-toda-vergüenza mundo de los superhéroes. Se hace imprescindible sustituir a unos cuantos caídos por figuras que aporten (o no) nuevas cualidades. En la mayoría de las ocasiones te das con un canto en los dientes si se consiguen sosias con mínimas variaciones de los desaparecidos. El marrón indeseado explota cuando las incorporaciones no les llegan a la suela de los zapatos a los fallecidos y te encuentras arrojado al hastío de unos guías que, incluso, te cuesta saber quiénes son si no ponen en práctica las dos o tres características que el escritor se ha encargado de fijar sobre sus maniquíes, etiquetas fundamentales para visibilizar su individualidad.

Durante demasiadas páginas este problema clava sus zarpas sobre Luna de lobos. Después del pirotécnico desenlace de Luna nueva, con la familia Corta al borde de la erradicación tras el ataque de los Harkon… McKenzie, el obligado paso al frente para tomar la alternativa de varios personajes no le sienta nada bien a la trama. Por poner el ejemplo más evidente, el alivio cómico involuntario, Lucasinho Corta, parecía ahogado entre caracteres más dominantes y una irrelevancia entendible dada su edad y su obligado rol secundario. Pues quien albergara esperanzas de que diera un paso al frente seguramente verá cómo sigue atrapado en la telaraña de la frivolidad más risible, tal y como muestra su conflicto estrella de la primera mitad de este volumen: una crisis de pareja porque tenía ganas de que le hicieran una paja (sic). No es el único.

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El problema de los tres cuerpos, de Cixin Liu

El problema de los tres cuerposCon bastante retraso respecto al resto de la fandomsfera, he aquí la reseña más buscada entre los contenidos de C. El premio Hugo a la mejor novela en 2015 tras vencer la tradicional fobia del público anglosajón hacia los libros no escritos en su lengua. La razón de mi demora ante una de esas lecturas obligatorias para tomar el pulso de la actualidad se debe en gran manera a la espera a tener traducidos los tres volúmenes de la trilogía en castellano. Algo que no ha ocurrido hasta hace un par de meses cuando Nova Ciencia Ficción ha publicado El fin de la muerte, el tercer y último libro de la secuencia. Una novela cuya valoración parece despertar elogios unánimes entre sus lectores.

Hay en El problema de los tres cuerpos un capítulo, “Sofón”, que me recuerda lo mejor de lo poco que había leído de Cixin Liu en relato (“Mountain”, “The Wandering Earth“). La especulación se apodera de la narración cuando la civilización extraterrestre que domina la historia, Trisolaris, fracasa en repetidas ocasiones en su propósito de desplegar un protón para construir un ordenador sobre él. La ausencia de complejos y cómo su autor enhebra imaginación y poder evocador dotan a la novela de un vuelo que no había logrado durante las 300 páginas anteriores, muy contenida en una faceta tan fundamental y necesaria cuando tienes problemas en otros aspectos, ya enunciados con amplitud por Rodolfo Martínez o José Manuel Uría.

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¿Qué ediciones de clásicos de la ciencia ficción queremos?

El hombre en el castilloHace un par de semanas Ekaitz Ortega escribía en su blog sobre cómo una serie de editoriales enfoca la reedición de libros más o menos clásicos. En su argumentación comparaba dos posturas: la actualización de los originales mediante nuevas traducciones frente a las ediciones recauchutadas con traducciones provenientes de tiempos y/editoriales menos cuidadosos. Su casus belli: la nueva edición de los tres libros del Universo Bas-Lag de China MIéville por parte de Ediciones B recuperando los textos publicados por La Factoría de Ideas. Un ejercicio que comparaba a sostener un edificio de lujo con vigas defectuosas.

Mientras leía sus palabras no podía dejar de pensar en una exaltación a la enésima potencia de esta actitud: cómo algunas editoriales reimprimen de manera incansable traducciones con muchas décadas a sus espaldas. Libros que prácticamente ya nadie reseña porque o no interesan o, si llegaron a ser leídos (supongo), lo fueron durante la adolescencia y, por tanto, no se observan bajo la lupa aplicada a títulos más contemporáneos. (Pequeñas) Vacas explotadas sin piedad cuyos rendimientos no se utilizan para subsanar una edición en muchos casos poco admisible a estas alturas del siglo XXI. Una idea sobre la que ya he escrito en varias ocasiones, realimentada por mi reciente relectura de El hombre en el castillo en la traducción de Manuel Figueroa para Minotauro.

Tal y como se puede comprobar en la ficha del libro en La Tercera Fundación, esta edición de 1974 es la única en castellano y ha sido utilizada desde entonces en multitud de ocasiones. Un mínimo escrutinio de las primeras páginas deja al descubierto un texto vetusto y mohoso, pobremente vertido al castellano en el cual perviven anécdotas como que al Golden Gate de San Francisco se le llame la Puerta de Oro. Con pasajes confusos donde se hace difícil precisar si ya estaban allí (la redacción original de Dick podía ser caótica, cosa de no contar con la colaboración de editores tal y como los entendemos hoy en día) o se han colado por el camino. Basta testar las traducciones más recientes de este autor para apreciar la diferencia.

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