Jauría de truhanes, de José Miguel Pallarés

Jauría de truhanesHasta ahora había leído dos novelas de José Miguel Pallarés, ambas escritas en colaboración: Bula Matari junto a León Arsenal, una irregular ucronía donde cartagineses y zulúes se daban para el pelo; y Tiempo prestado con Amadeo Garrigós, un thriller postapocalíptico en un Madrid fantasmagórico. Cuentos aparte, casi 20 años más tarde me he reencontrado con él gracias a Jauría de truhanes, esta vez en solitario. Y he recuperado mi principal recuerdo de aquellas lecturas: el sentido de la aventura.

En este fix-up dividido en tres partes (“Temporada de fumigación”, “Resentimiento” y “Forzando el paso”) se suceden distintas vertientes del space opera (relato militarista, historia carcelaria, distopía, thriller criminal), extendidas sobre un lienzo que las contiene: las narraciones de tripulaciones enfrentadas a adversarios a priori inabordables. Un clado que, buscando dos ejemplos recientes, emparienta Jauría de truhanes con la novela El largo viaje a un pequeño planeta iracundo o la película Solo. El autor de El tejido de la espada se sirve de las dos primeras partes para levantar este armazón y hacerlo dominante en “Forzando el paso”, la última, más extensa y, a la postre, más representativa. La tripulación de la nave Paraíso está completamente formada y ofrece la diversidad suficiente para que la mezcolanza de personalidades se realimente con los retos a los que se enfrentan.

Pero antes de llegar a “Forzando el paso” conviene hablar un poco de “Temporada de fumigación” y “Resentimiento”. La primera es una buena introducción a este pequeño universo creativo además del lugar donde más evidentes se hacen las raíces de las cuáles se nutre Pallarés. El nauclero Isaac Rakal es enviado a un penal, Fosaseca, para encargarse de la limpieza de un nido de bibífaros. Unos alienígenas que se bautizan en el relato homenajeando a los bichos de Tropas del espacio y terminan un poco convertidos en los insectores de El juego de Ender. Pallarés aprovecha el tránsito entre ambas concepciones para, sobre todo, dar forma a Isaac, un canalla capaz de vender a su abuela por su supervivencia. Su personalidad inicial y sus recursos me han recordado a los de Warren Peace, el protagonista de ¿Quién anda por aquí?, la desmitificadora y certera aventura espacial de Bob Shaw. Una vena que se diluye con el “cariño” hacia los tripulantes de su nave, por los cuales termina desviviéndose para salir adelante.

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Luna ascendente, de Ian McDonald

Luna ascendenteHace cuatro años recibí ufano esta serie tras leer Luna nueva, un drama familiar bien sustentado sobre sus personajes y su lugar narrativo. Además del culebrón, Ian McDonald fue capaz de mantener esa multiculturalidad tan característica de sus anteriores novelas, rebajada en un esquema donde ganaban peso la acción, las conspiraciones y el giro en la trama. Rápidamente le surgieron blurbs rollo Juego de tronos en la Luna alentados por un supuesto proyecto de serie televisiva del que no se ha vuelto a saber nada. Sin embargo, al terminar ese primer volumen en el club de lectura de la tertulia de Santander ya surgieron dudas sobre el camino de las siguientes entregas. ¿Sería capaz McDonald de reemplazar los personajes muertos en Luna nueva con otros igual de atractivos? ¿Hasta qué punto podría mantener lo que funcionaba, como esa estructura narrativa sostenida sobre dos planos?

Luna de lobos respondía a la primera pregunta con un rotundo no. También dejaba ver que una estructura bien pensada y bien resuelta se convertía en una solución artificiosa cuando los mimbres eran otros. Ahondando en esta impresión, el tercer volumen de la trilogía, Luna ascendente, nos deja con un McDonald completamente superado, hasta el punto que ya ni lo intenta. Basta observar sus primeras páginas y compararlas con los dos libros anteriores.

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Hija de Legbara, de Nalo Hopkinson

Hija de LegbaraPasó mucho tiempo desde que Hija de Legbara llegara a mis manos hasta que me animé a hincarle el diente. Su autora, la jamaicana Nalo Hopkinson, ganó el premio John W. Campbell (ahora renombrado Astounding) a la mejor escritora novel en 1999, año de publicación original de la obra. La novela fue, además, galardonada con el Locus. Y, por si eso fuera poco, las (escasas) referencias que me habían llegado de ella eran buenas. Sin embargo, uno de mis muchos defectos es que tiendo a juzgar los libros por su portada. La de este en cuestión (los colores llamativos, la composición, esa gigantesca cara demoniaca flotando en el cielo con aspecto de estar a punto de ponerse a lanzar rayos por los ojos) gritaba “no me leas” a pleno pulmón, y eso que el autor de la ilustración, Juan Alberto Hernández, es responsable de varias de las cubiertas más potentes y sugestivas que he visto en los últimos años.

Otra cosa que tampoco me llamaba en absoluto la atención era el título. Me sorprendió comprobar después que el libro se llama originalmente en inglés Brown Girl in the Ring (como la canción de Boney M. que, si habéis escuchado alguna vez, oiréis en vuestra cabeza sin remedio a partir de este momento y durante lo que queda de día) y que Hija de Legbara es, de hecho, un pequeño destripe similar al que perpetraron los que decidieron comercializar en España Rose Mary’s Baby como La semilla del diablo.

Pero todo esto es peccata minuta. Si me estoy extendiendo tanto en el “envoltorio” de esta obra situada a caballo entre la ciencia ficción, la fantasía y el terror, es únicamente para evitar que aquellos que compartan mis gustos y prejuicios librescos dejen sin leer esta novela, como yo misma estuve a punto de hacer. Porque Hija de Legbara es una historia divertidísima y refrescante, bien rematada, con personajes sólidos (el mismísimo Junot Díaz alaba, en el blurb de la contraportada —y con razón— los personajes femeninos de Hopkinson) y una ambientación fascinante. Los diálogos están escritos de forma que reflejan la dicción caribeña de los personajes, lo que planteaba a la edición en español un reto añadido del que las traductoras (Arrate Hidalgo Sánchez y Maielis González Fernández) consiguen salir airosas: la lectura es muy fluida y los diálogos, en particular, son una delicia.

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Dentro del laberinto friki, de Cristina Martínez

Dentro del laberinto frikiIntentar poner un poco de orden en el caos de la subcultura, y en todas las ramas que se derivan de ella, es una tarea al alcance de muy pocos. Hay que tener un conocimiento profundo de la materia, sí, pero también una comprensión cabal de un fenómeno que va más allá de sus mitos, y que, con presencia en parcelas artísticas y culturales muy diferentes, está siempre en perpetuo cambio. La indisimulada presión social sobre el colectivo friki tampoco es fácil de soslayar. Pero la ensayista Cristina Martínez, especialista en la cultura de masas de nuestro tiempo (aunque no sólo de nuestro tiempo), ha conseguido lo que parecía imposible: escribir un ensayo que estructure, vertebre, dé forma e ilumine una masa social tan idiosincrásica, tan escurridiza, como el fandom y lo que desde hace años se conoce como ‘cultura friki’. Ha demostrado ser una excelente conocedora de las distintas tendencias y mutaciones tanto del frikismo internacional como del nacional, y saber pensarlas y contextualizarlas para su mejor entendimiento. Su libro es un análisis de lo friki, un repaso histórico y un intento constructivo –y logrado– de entender un creciente fenómeno social.

Lo primero que veremos al leer Dentro del laberinto es que la mirada de la autora es limpia: no hay condescendencia ni tolerancia voluntariosa, tampoco hay glorificación acrítica ni, desde luego, desprecio o clasismo cultural alguno. (A todos los clasistas culturales, por otra parte, les recomendaría perderse entre las páginas de Dentro del laberinto friki. Una mirada sociológica a la cultura friki en España, y, después, entre las páginas de Neoculto, un libro colectivo de 2012 sobre el nuevo cine de culto). Valiente, Martínez nos regala su propia definición de algo tan difícil de constreñir como el fandom (página 24), y un detenimiento particular para cada aspecto concreto del frikismo.

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