La polilla en la casa del humo, de Guillem López

La polilla en la casa del humo

Tal vez debería comenzar pidiéndote que leas el libro antes que esta reseña. No me entiendas mal, no voy a realizar grandes spoilers (por lo menos no realizaré spoilers que puedas reconocer antes de leer el libro) ni voy a desvelarte ningún giro extraordinario (sobre todo, porque el autor no trabaja con giros simplones). Pero sí que voy a intentar destriparte La polilla en la casa del humo.

Y si lees el libro, sabrás que destripar es la mejor palabra a la que puedo recurrir.

En primer lugar, La casa de las polillas de humo es una experiencia de inmersión. Todo ocurre bajo tierra, pero bien podría ser bajo el agua. La repetición es un arma adecuada para crear una sensación de asfixia, para bien o para mal, y Guillem tiende aquí a utilizarla para el bien, si tu idea de bien es leer a un personaje despreciable que vive en un mundo despreciable.

Empiezo por el centro, por el corazón de la obra: no hay redención para Veintiuno, el protagonista. A veces vemos un atisbo: un beso, una sonrisa, un deseo. Nos quedamos, durante unos pocos párrafos, con la ambición, con el ascenso del antihéroe. Ya sabes cómo suelen terminar los ascensos de los antihéroes ambiciosos, y todo en Veintiuno apesta a tragedia (y a sangre, a vómito y a heces, como Guillem se encarga de recordarnos, para disfrute al estilo Palahniuk).

La polilla en la casa del humoLa esperanza suele ser la llave en un mundo insoportable, pero algunos autores saben utilizarla para que la tortura sea mayor: ¿qué es peor que vivir en un mundo de cavernas, donde la muerte se esconde en cada recodo, en cada vuelta de galería, donde lo máximo a lo que puedes aspirar es a prostituirte con algún amo que tenga una buena dosis de drogas y cristales? Lo peor es pensar que puedes escapar de ese mundo, claro, o tal vez acomodarte un poco mejor en él. Ser cabeza de ratón. Olvidar la moral, si es que queda alguna, para no solo sobrevivir, sino medrar. Creer, realmente, que puedes conseguirlo.

¿Pero es Veintiuno un personaje inmoral? ¿Es amoral? ¿O es un simple producto de su entorno? ¿Es un rebelde auténtico, dispuesto a enfrentarse al destino de todos los habitantes de las cavernas? ¿O es un vago egoísta? En el fondo no importa, porque Veintiuno comete el mayor crimen que puede cometer un protagonista: es mentiroso. Así es, no es un narrador fiable. Prefiere recurrir a la locura y al delirio antes que contarnos la verdad. Esa es su esencia: todo el libro miente, todo el libro cuenta su versión tergiversada de mil historias. Veintiuno es una Sherezade drogadicta que a veces habla de más. A veces es demasiado reflexiva y egotista y queremos que se calle un poco y nos enseñe más de su mundo, de sus compañeros, de sus enemigos. Pero enseguida capta cuándo empezamos a revolvernos en nuestros asientos y nos envuelve de nuevo en su red de intrigas. Quiere aguantar una sola página más y antes de darnos cuenta el libro se ha leído solo, sin obligación (pero con algún que otro revolver de tripas).

Veintiuno es visual y paradójico y gusta de contraponer sus vulgaridades con metáforas sorprendentes, divertidas, incluso bellas. Veintiuno vive en un desencuentro constante entre sus pasiones, entre la obsesión rencorosa que tiene con su pene, con otras bocas, penes y culos, con su ternura incestuosa y sus fluidos corporales. La carne lo inunda todo en su mundo y es una carne sucia, maloliente, podrida, destinada a convertirse en metal y máquina en un lugar donde la transformación y el reciclaje son el futuro del submundo de las excavaciones y la extracción. Sangre y engranajes se unen para decirnos, otra vez, que aquí abajo todo está deshumanizado, no queda nada. Veintiuno busca evadirse, generalmente mediante drogas y fantasías improbables, pero sobre todo a través de lo onírico, en las manifestaciones febriles de su subconsciente, mucho más honesto que él.

Guillem LópezY el símbolo de esa deshumanización es la adolescencia eterna de Veintiuno, que repite que todavía no es adulto, que uno no se hace adulto hasta que deja atrás su humanidad y se convierte en ciborg, o meca-algo, o lo que sean las criaturas mezcladas que crea Guillem junto con sus palabras inventadas a lo nadstat. Nos enseña un círculo vital curioso, simbólico, con una infancia olvidada. Ese proceso de salto, de pérdida en una etapa desconocida es a lo que se enfrenta Veintiuno, protagonista. Quiere rebobinar, que no llegue la edad, y lo hace incluso a nivel formal, jugando con algunas escenas en círculo, como un narrador despistado que es, evidentemente, mucho menos despistado de lo que parece.

Veintiuno alcanza su madurez casi sin querer, cuando pierde la inocencia. Roza conocimientos prohibidos, vislumbra a través de la cortina, en una escena fabulosa donde, en mitad de una orgía, del culmen de sus aspiraciones, se hace las preguntas equivocadas. Es, durante un segundo, un adulto: un ser propio, verdaderamente crítico. Puede que ese sea el culmen de su historia, el momento álgido a partir del cual solo hay una dirección: (más) abajo.

Decía en una entrevista Luis Magrinyà (espero que con cierto tonillo sarcástico) que las críticas deberían ser, por obligación, de más de doce páginas. Del Humo en la casa de las polillas podríamos escribir una veintena. Supongo que no es necesario expresar mi apreciación subjetiva: si me ha gustado o no me ha gustado. Como lectora y escritora siempre disfruto de las novelas subterráneas, donde cavas y cavas y cavas, y aparecen cada vez más galerías y corredores y cavernas y nichos, para acabar todo, al final, en tu propio pozo de reciclado.

La polilla en la casa del humo (Aristas Martínez, 2016)
Rústica. 170 pp. 16,15 €
Ficha en la web de la editorial

3 comentarios en “La polilla en la casa del humo, de Guillem López

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